A Paco
«Cuando Frank se enteró de que su único hijo, de treinta años, se había suicidado sintió un golpe tan fuerte que pensó que no podría sobrevivir. Le había dedicado toda su vida, pues la madre estuvo enferma desde que nació su hijo. Toda su vida la había dedicado, desde que tenía memoria, a hacer feliz a esa familia. Ahora todo se hundía.
«Vivimos en una cultura -y esto es un tópico-, que da la espalda a la muerte. Si estamos poco preparados para enfrentar la muerte de un ser querido, no nos pasa siquiera por la cabeza que ese ser sea precisamente aquel que nos tiene que sobrevivir: el propio hijo. El proyecto de vida de Frank pasaba inevitablemente por su hijo, al que había cuidado, alimentado, divertido, ayudado, alentado y querido con un cariño más intenso de lo normal, pues se vio en la obligación de suplir las carencias de la madre. Cada día, durante años, jugó con él, lo llevaba al parque, le preparaba las comidas, lo lavaba, le compraba la ropa. Le había ayudado a estudiar en el colegio y en la universidad. Cuando su hijo encontró su primer trabajo parecía que le había tocado la lotería a él, estaba enormemente feliz viendo el fruto de años de cuidados. Ahora todo estaba roto. Aquellos años volvían a él a cada rato en forma de recuerdos. Muchas veces, cuando menos lo esperaba, eran violentos zarpazos, que le desgarraban el corazón y le dejaban totalmente abatido y sollozando.
«Mucho había sufrido Frank antes, pero aquello fue lo más solitario y aislante que había sufrido en toda su vida. Sus amigos se convirtieron en extraños, porque se preguntaba: “¿cómo pueden entender la intensidad de mi dolor ellos, que no han pasado por lo mismo?” Querían distraerle, sacarle de casa, procuraban que se olvidara, que no hablara de aquello ni pensara en su desgracia. Pero él sólo quería desahogarse y hablar de lo que le pasaba. Se sentía fuera de lugar entre ellos y entre sus familiares. En consecuencia dejó de verles y se desligó de todo aquello a lo que se sentía atraído. Perdió el sabor de la vida: la familia, la pareja, su propio cuidado. Tampoco pedía ayuda.
«Al principio, por las mañanas, se veía tan débil que pensaba que no podría levantarse de la cama. La rutina de su vida diaria, súbitamente, empezó a molestarle. Las actividades que antes disfrutaba ahora las sentía como cargas. Algunos días era incapaz de trabajar, pero otros era absorbido totalmente por el trabajo, intentando aliviar aquel dolor tan terrible. Algunos días sentía que se quería morir, otros se ponía a reír y se sentía contento otra vez, hasta que veía como una nube negra colgaba otra vez sobre él. Aquellos sentimientos tan contradictorios le hicieron pensar que estaba volviéndose loco. Pero Frank no estaba enloqueciendo, sólo estaba en duelo por la muerte de su hijo.
«Vivimos en una cultura -y esto es un tópico-, que da la espalda a la muerte. Si estamos poco preparados para enfrentar la muerte de un ser querido, no nos pasa siquiera por la cabeza que ese ser sea precisamente aquel que nos tiene que sobrevivir: el propio hijo. El proyecto de vida de Frank pasaba inevitablemente por su hijo, al que había cuidado, alimentado, divertido, ayudado, alentado y querido con un cariño más intenso de lo normal, pues se vio en la obligación de suplir las carencias de la madre. Cada día, durante años, jugó con él, lo llevaba al parque, le preparaba las comidas, lo lavaba, le compraba la ropa. Le había ayudado a estudiar en el colegio y en la universidad. Cuando su hijo encontró su primer trabajo parecía que le había tocado la lotería a él, estaba enormemente feliz viendo el fruto de años de cuidados. Ahora todo estaba roto. Aquellos años volvían a él a cada rato en forma de recuerdos. Muchas veces, cuando menos lo esperaba, eran violentos zarpazos, que le desgarraban el corazón y le dejaban totalmente abatido y sollozando.
«Mucho había sufrido Frank antes, pero aquello fue lo más solitario y aislante que había sufrido en toda su vida. Sus amigos se convirtieron en extraños, porque se preguntaba: “¿cómo pueden entender la intensidad de mi dolor ellos, que no han pasado por lo mismo?” Querían distraerle, sacarle de casa, procuraban que se olvidara, que no hablara de aquello ni pensara en su desgracia. Pero él sólo quería desahogarse y hablar de lo que le pasaba. Se sentía fuera de lugar entre ellos y entre sus familiares. En consecuencia dejó de verles y se desligó de todo aquello a lo que se sentía atraído. Perdió el sabor de la vida: la familia, la pareja, su propio cuidado. Tampoco pedía ayuda.
«Al principio, por las mañanas, se veía tan débil que pensaba que no podría levantarse de la cama. La rutina de su vida diaria, súbitamente, empezó a molestarle. Las actividades que antes disfrutaba ahora las sentía como cargas. Algunos días era incapaz de trabajar, pero otros era absorbido totalmente por el trabajo, intentando aliviar aquel dolor tan terrible. Algunos días sentía que se quería morir, otros se ponía a reír y se sentía contento otra vez, hasta que veía como una nube negra colgaba otra vez sobre él. Aquellos sentimientos tan contradictorios le hicieron pensar que estaba volviéndose loco. Pero Frank no estaba enloqueciendo, sólo estaba en duelo por la muerte de su hijo.
«Un día, paseando por el parque que había al sur de la ciudad, vio por casualidad a un extraño grupo. Era un conjunto curioso y heterogéneo de personas de distintas edades, que se hacían compañía a la sombra de los árboles, jugando al ajedrez, charlando, o haciendo gimnasia. Al observarlos sintió el deseo de sentarse cerca de ellos y observarles. Cogió el gusto de ir allí todos los días. Empezaron a saludarle y pronto conversaron con él. Todos habían pasado por desgracias que les habían expulsado de sus vidas quedándose solos y desamparados. Casi todos habían perdido a quien más querían. No tenían miedo de hablar de sus penas y en su compañía encontró consuelo. Aquellos extraños se convirtieron en amigos.
«Le enseñaron a ser paciente y bueno consigo mismo, a dejar de castigarse. Le hicieron ver que su tristeza y su nostalgia por su hijo nunca desaparecería, pero que el tiempo le concedería momentos de paz entre las oleadas de dolor. Esos momentos debía aprovecharlos para acercarse más al amor que su hijo sintió por él y para disfrutar los regalos que le dejó en su paso por esta vida. Aprendió a resolver su duelo, a vivirlo, a sufrirlo, a llorarlo, a gastarlo. Su proyecto de vida se había roto, era verdad, pero su vida no había acabado, y sobre las bases del recuerdo del amor de su hijo construyó otro.
«Y así fue envejeciendo. Sentía una enorme tristeza por la ausencia de su hijo, pero también reconocía que se había vuelto más humano, más cálido, más conectado a la vida, más comprensivo con los sentimientos de los demás, que antes había ignorado. Empezó a recordar el sufrimiento de quienes habían estado cerca de él en otro tiempo, que necesitaron su ayuda y que no la encontraron. Se avergonzó de lo insensible y egoísta que había sido. La muerte de su hijo le enseñó que todavía había tiempo para cambiar.
«Así era Frank cuando estaba en el umbral de su vejez. Volviendo a nuestra historia diré que aquella mañana de primavera Frank....»
Robert Cather: fragmento de “The Blue Hotel”
Traducción: Antipático
«Y así fue envejeciendo. Sentía una enorme tristeza por la ausencia de su hijo, pero también reconocía que se había vuelto más humano, más cálido, más conectado a la vida, más comprensivo con los sentimientos de los demás, que antes había ignorado. Empezó a recordar el sufrimiento de quienes habían estado cerca de él en otro tiempo, que necesitaron su ayuda y que no la encontraron. Se avergonzó de lo insensible y egoísta que había sido. La muerte de su hijo le enseñó que todavía había tiempo para cambiar.
«Así era Frank cuando estaba en el umbral de su vejez. Volviendo a nuestra historia diré que aquella mañana de primavera Frank....»
Robert Cather: fragmento de “The Blue Hotel”
Traducción: Antipático