viernes, 29 de octubre de 2010

BOLAS DE OTOÑO


Para David y Sara

El emperador de los romanos Marco Aurelio, que además era filósofo y estoico, escribió en sus Meditaciones que los seres humanos desean con el más vivo anhelo la tranquilidad y el descanso; pero añadía que denotan vulgaridad cuando buscan para ello el campo, la playa o la montaña, pues tiene cada uno en su mano, a cualquier hora, retirarse en sí mismos, al interior de su alma y encontrar allí, con sus pensamientos, la paz y la libertad de espíritu.

Yo no sé si seré vulgar, pero he decidido que buscaré este fin de semana huir de mis tribulaciones y marchar al Valle de Iruelas. La invitación me la ha enviado quien bien me quiere, en una caja llena de piñas, hojas, frutos y aromas otoñales del bosque. Me dicen que este año el bosque tiene subidos los colores de oro, que da gusto respirar el olor a hojas secas y a musgo, que los castaños están viciosos de frutos y que se oye la música de sus arroyos y de los árboles mecidos por el viento suave. Asaremos castañas en la chimenea de una encantadora casa en la dehesa. También me prometen, pues no todo va a ser sosiego y laxitud, una excursión extrema por los montes.

La cosa es que con la ilusión me he comprado unas botas para andar. En un rincón me esperan, para patear con ellas los caminos, saltar regatos, pisar charcos, coger setas, ver animales esquivos. Paseando con mis botas miraré también al cielo, para ver de día las aves migrar a África y de noche las mágicas estrellas que nos observan. Algunos creen que las constelaciones son dioses que determinan nuestra suerte. Si yo no fuera ateo, les pediría que cambiasen la mía. En vez de eso, disfrutaré de su belleza.

No sé si ustedes conocen mi afición, poco frecuentada la verdad, por las cosas chinas y orientales. Álvaro Cunqueiro contó un día en la radio que los jesuitas que se fueron en el siglo XVIII a la China, entre las graciosas novedades de aquellas gentes, encontraron con que los mandarines de pulidas manos y largas uñas, usaban pasar gozosas horas sentándose al sol de primavera con unas bolas de cristal en la mano, como las que en Europa se hacen de nieve, solamente que ellos metían dentro finísimas hojillas secas, doradas, rojas, ocre, que un volante que iba en el pie de la bola aireaba y hacía volar dentro del cristal amarillento. Bolas de otoño en primavera. Cuando todo nace, florece y nuevas sangres alientan en el mundo, aquellas gentes se ponían a recordar el tiempo en que todo se marchita, se desnudan los bosques y las sangres de la tierra huyen hacia las cavernas del invierno.

Yo nunca he estado en el valle de Iruelas. Lo imagino como un paisaje donde uno puede sentirse feliz, rodeado de gente buena. Imagino también que tiene la medida de la acuidad visual del hombre, la medida del ojo humano. Allí donde la humana visión se detiene, el valle mismo termina... Cerrado de cumbres y de cielo pálido, será como una grande y hermosísima bola de otoño. El viento del sur aventará las hojas secas en los bosques y caminos de oro. Igual que si el valle tuviese, en sus entrañas, un volante, como las bolas chinas.

Y de manera inversa a como lo hacían los mandarines chinos, allí estaré contemplando la hermosa vejez y ocaso de la naturaleza. En medio de tanta maravilla otoñal tendré cogida en la mano a Abril (¿alguien lo dudaba?), como una bola encantada y poderosa, que siempre aleja la tristeza y me recuerda que todo vuelve a nacer y a florecer.

domingo, 24 de octubre de 2010

LA REALIDAD Y EL DESEO

Aquella tarde su solitario profesor de literatura pronunció unas palabras que le acompañarían toda la vida. Reflexionaba sobre la obra de Luis Cernuda, escritor de la generación del 27 que, según él, había expresado como nadie el sufrimiento de vivir en el abismo que existe entre La realidad y el deseo. Ese era el título que el poeta dio a la recopilación de su poesía.

Todos sentimos que vivimos esa distancia, añadió el profesor, pues somos conscientes de que la realidad y el deseo nunca se encuentran en el mismo momento y lugar, que nunca llegamos a la plenitud, o acaso sólo por unos instantes fugacísimos. En definitiva, esa distancia es la medida de nuestra felicidad: cuanto más corta es, más felices nos sentimos. Los seres humanos no hemos encontrado más que dos vías para conseguir acercar ambos extremos: rebajar nuestros deseos y aspiraciones, para acomodarlos a nuestra vida real; o luchar porque nuestra vida se parezca más a lo que deseamos de ella.

Su profesor estaba ensimismado en sus propios pensamientos. Pronto volvió a la clase de literatura y a la materia, bajó la vista como arrepentido de aquel desliz y continuó el repaso de la obra de otros poetas de esa generación. Sólo una vez, meses atrás, le había visto aquella misma expresión, cuando les animó a empezar a escribir y les habló de los placeres que puede deparar a uno el hábito de la escritura, aunque fuera para uno mismo.

Pasaron los años y aquella joven maduró. Su vida transcurrió más o menos, como la había imaginado. Buscó la felicidad. Luchó más por adaptar sus deseos a las circunstancias que por adaptar las circunstancias a sus deseos. Conoció amigos, tuvo amor, tuvo hijos, trabajo y el dinero suficiente. Sufrió menos que la mayoría de los seres humanos. Se sintió desvalida en ocasiones. Sus esperanzas, sus planes y sus sueños sufrieron las rebajas propias de los años.

Primero había desaparecido la esperanza en una vida futura, en ser para siempre. Ese sentimiento religioso desapareció en la adolescencia. Después habían llegado las renuncias a la realización plena en un trabajo creativo y estimulante, pues encontró trabajos tolerables que cumplían la función alimenticia que le resguardaban de la pobreza. No estaba segura de haber vivido un gran amor-pasión, pero superó la soledad, no con el éxito social, pero sí con el amor de un puñado de buenos amigos y de su familia.

Poco a poco fue descubriendo que los placeres intensos, en apariencia tan inalcanzables, no sólo estaban escalando montañas o triunfando en sociedad, también podían estar en el presente y a nuestro lado, en una taza de té, en la contemplación de un bonito paisaje, leyendo un libro, contemplando un cuadro, en una conversación, tomando el sol o en los brazos de un amante. Sólo se arrepentía vagamente de no haberse preparado adecuadamente para ellos y disfrutarlos mejor.

Un día las cosas se complicaron. Su salud empezó a fallar. Se dio cuenta de que sólo era un cuerpo. El pacto que había hecho con la realidad, con su vida, se resquebrajaba. La lucha por cambiar la realidad no admitía más negociación ni dilaciones. Ya sólo se trataba de vivir o morir, y perder toda una vida que ahora veía embellecida por el recuerdo. Con esa esperanza luchó y superó una, dos, tres crisis... Cuando las superaba sentía que lo único que da orgullo y alegría al espíritu son los esfuerzos superados con bravura y los sufrimientos soportados con paciencia. Cuando mejoraba disfrutaba como nunca. En la lucha también encontró un sentido. Pero su sufrimiento no terminaba y esos pensamientos no siempre parecían tener sentido. Llegaron cuatro, cinco, seis crisis... Tuvo que dejar su trabajo, pero siguió desarrollando las actividades que le permitía su precario estado de salud: hacía algo de gimnasia, viajaba cuanto podía, coleccionó tazas de porcelana, se aficionó a las carreras de coches, se puso a vender joyas, descubrió a sus amigos verdaderos, sintió intensamente el amor de su familia, abrió su mundo a Internet...

Había luchado para cambiar las cosas y había rebajado sus deseos, había hecho, por tanto, cuanto su profesor le dijo que había que hacer para incrementar la felicidad. Pero pasaba el tiempo y la realidad seguía resistiéndose. La esperanza, que era lo único que había admitido rebajas paulatinas, se resquebrajaba. Ya no se trataba de esperar una vida futura, ni siquiera esperar una curación de la enfermedad cruel, sino un poco más de vida sin dolor ni angustia. A pesar de tan modesta aspiración, a veces volvían los dolores y el miedo.

Así fue como, en una de sus recaídas, cundió el pesimismo. Uno de los sentimientos que primero aparece al pesimista es la tristeza. Pero antes de entristecerse hay que asegurarse de que el pesimismo es fiable, porque en muchas ocasiones uno se entristece inútilmente, o adelanta males futuros que no terminan de ocurrir, o presagia consecuencias fatales donde todavía hay vida. Es verdad que esa vida no había sido tan plena ni esplendorosa como la imaginara aquella adolescente, pero todavía había en ella esos deseos que la realidad no pudo suprimir pues forman parte de todos nosotros.

Un día en que estaba convaleciente y desanimada, al despertarse abrió los ojos y notó la presencia de su marido a su lado, en la cama. Entonces comprendió la inmensa desolación del poeta y de su profesor de literatura. Estaban solos y la distancia que les separaba de sus deseos era similar a la travesía de un inmenso desierto. Pensó entonces que muchas otras personas sufrían en soledad y que, en cambio, ella tenía amor y amistad a su lado, que le deparaban los cuidados y la compañía que necesitaba. No le abandonaban, seguían con ella. Recordó mejor los momentos de dicha que había vivido y que añoraba. Los había conseguido gracias a la ayuda de los demás y con su esfuerzo. Eso le había permitido apreciarlos mejor.

Sonrió: la realidad siempre gana, es verdad, esta vida es así. La meta nunca se alcanza. Pero ella seguía arrancándole con sus deseos momentos de felicidad, la vida también es así.

viernes, 22 de octubre de 2010

EL ULTIMO AMOR DE AMEDEO MODIGLIANI

Amedeo Modigliani (1884-1920) fue un artista nacido en Italia que en 1906 se trasladó a París. En esa época era la indiscutida capital de la pintura vanguardista europea. Muchos marchantes de arte progresistas buscaban nuevos talentos en la ciudad. Ese año había triunfado el “fauvismo” en el Salón de Otoño. El mundo artístico residía todavía en Montmartre, rejuvenecido hacía poco con pintores como Picasso, Juan Gris y otros habitantes del legendario Bateau-Lavoir, un falansterio para proletarios. Allí se fue a vivir y conoció a una serie de artistas de la vanguardia y a personajes célebres. Influido en principio por Toulouse-Lautrec, Amedeo encuentra inspiración en Paul Cézanne, el cubismo y la época azul de Picasso. También es evidente la influencia que ejercen sobre él Gustav Klimt y las estampas del japonés Utamaro. Su rapidez de ejecución le hace famoso. Nunca retocaba sus cuadros, pero los que posaron para él decían que era como si hubiesen desnudado su alma.

Modigliani apenas medía 1,65; pero era bello, intenso y excesivo. Su vida estaba infectada por la bohemia de las noches largas de hachís, alcohol, sexo, pendencias y otras ebriedades no menos líricas. En sus borracheras buscaba el alcaloide de esa aleación de vértigo y fugacidad a la que los románticos llamaban «vida». Cuando la cocaína mezclada con hachís le sabía a poco, se colocaba con una absenta explosiva llamada mominette, un alucinatorio destilado hecho de patatas.

Sus amigos Cocteau, Picasso, Brancusi, Blaise Cendrars…, le llamaban "Modì" (exactamente como se pronuncia la palabra maldito en francés). Fue todo un representante de la bohemia parisina. Amedeo tenía una ingeniosa forma de ser y un aspecto atractivo, que emanaba magnetismo hacia las mujeres. Tuvo numerosos amores con muchas de ellas, que también eran sus modelos, como Beatrice Hastings, con la que mantuvo una relación de unos dos años. Entre 1916 y 1919, Modigliani pintó aproximadamente veintiséis desnudos femeninos. La sensualidad que emanan de dichas pinturas, y las numerosas modelos que pintó, acrecentaron la leyenda novelesca, nunca confirmada con documentación fiable, de un Modigliani, bohemio, amante voraz, dado a las drogas y al alcohol, mientras su enfermedad, que arrastraba desde niño, avanzaba.

Muchos de esos cuadros fueron expuestos, en su primera exposición individual, en la galería de Berthe Weill, y uno de ellos se mostraba en el escaparate de la sala. La masiva afluencia de público que se detenía ante el escaparate, provocó que fuera clausurada ese mismo por la policía, pues la Comisaría estaba enfrente, por considerar aquellos desnudos inmorales. Modigliani preguntó al comisario qué era lo que le parecía tan grave de esos desnudos, a lo que respondió. “¡Esos desnudos tienen vello púbico!”.

Ese mismo año conoció a Jeanne Hébuterne, una estudiante de 18 años que había posado para Foujita. Cuando la familia burguesa de Jeanne se entera de esta relación con el que era considerado un depravado, le corta su asignación económica. Sus tormentosas relaciones se hicieron aún más famosas que sus borracheras.

Jeanne era, en palabras del escritor Charles-Albert Cingria, una joven amable, tímida, tranquila y delicada, y se convirtió en el tema principal de la pintura de Modigliani. En otoño de 1918, en el último año de la Primera Guerra Mundial se estrechaba el cerco sobre París, contienda a la que vivía ajeno el artista. Debido a sus problemas de salud, la pareja tuvo que mudarse a Niza, en la Riviera francesa, donde según el marchante de Modigliani residía una comunidad de ricos aficionados al arte que apreciarían su pintura. Jeanne Hébuterne, que había abandonado todo por estar con Amadeo, fue con él. Ella fue su gran amor, y pintó docenas de retratos de ella, de los que ahora muestro unos pocos.
Por sugerencia del marchante Guillaume, realiza una serie de desnudos (ahora sus obras más cotizadas), con la pretensión de venderlos a los millonarios que veranean en la Costa Azul, sin mayores éxitos.

El 29 de noviembre de 1918, en una clínica obstétrica de Niza, donde también trataban de superar la avanzada tuberculosis de Modigliani, Jeanne trajo al mundo a un niña, a la que daría su mismo nombre. La pequeña fue entregada al nacer a una institución, para asegurarle unos cuidados que sus padres no podían darle, pero no fue dada en adopción. Fue la única hija “reconocida” del pintor.

En mayo de 1919, volvieron a París, a la calle de la Grande Chaumière. Poco a poco consigue vender obras, pero su estado de salud no cesaba de agravarse. Tras un largo período en el que sus vecinos no sabían nada de él y después de una noche de excesos y de haber peleado con unos vándalos en la calle, consumido por la enfermedad, tras una semana de terrible agonía en que la pareja permanece recluida en su estudio, sin comida y sin solicitar ayuda a nadie, le encuentran en un estado lamentable delirando en la cama a la vez que sostenía la mano de Jeanne. Lo llevan al hospital. Lo único que puede hacer el médico es atestiguar que su estado es desesperado. Murió finalmente de meningitis tuberculosa, a los 35 años de edad, el 24 de enero de 1920.

Esa madrugada, cuando los padres y el hermano de Jeanne discutían sobre su futuro y el de sus hijos ilegítimos, y estando Jeanne en el noveno mes de su embarazo, saltó por la ventana del quinto piso de su antigua habitación en el apartamento de sus padres, 8 bis, rue Amyot, en el distrito V de París. Unos días antes Modigliani había pedido el permiso al gobierno francés para contraer matrimonio con Jeanne.

El 27 de enero Modigliani fue enterrado «como un príncipe» en el cementerio de Père-Lachaise después de que el cortejo fúnebre formado por toda la comunidad de artistas acompañó su cuerpo por las calles de París. Jeanne, en cambio, fue enterrada en secreto por sus padres en el cementerio de Bagneux. No fue hasta 10 años más tarde, cuando Emannuele Modigliani, el hermano mayor del pintor, convenció a la familia Hébuterne para trasladar los restos de Jeanne a una tumba junto a la de Amedeo. Desde 1930 reposan juntos, bajo el epitafio: "Compañera devota hasta el sacrificio extremo".

La hija de ambos permaneció en la institución hasta la muerte de sus padres, momento en que la hermana de Modigliani que vivía en Florencia acogió a la pequeña Jeanne y la crió. Ya mayor, Jeanne Hébuterne Modigliani, de casada Jeanne Nechtschein, escribió una importante biografía sobre su padre titulada: Modigliani: hombre y mito.

viernes, 15 de octubre de 2010

OVNIS MADRILEÑOS EN NUEVA YORK

Como ustedes saben, no suelo prodigarme sobre las noticias que aparecen en los periódicos y en la televisión. Hace tiempo que pienso que todos deberíamos leer más libros y menos periódicos, que los medios de comunicación no informan, sino que manipulan, y que la única manera de armarnos frente al bombardeo contaminante de esos medios es formar nuestra opinión hablando directamente con los demás, observando lo que pasa en la calle, y leyendo buena literatura e historia. Y precisamente de lo que ha pasado en la calle quiero hablarles hoy. La noticia que ha publicado la prensa es la siguiente:

Al parecer, el consistorio madrileño, para promocionar el turismo a nuestra ciudad, ha organizado el lanzamiento de globos amarillos en la plaza de Times Square, por el Centenario de la Gran Vía madrileña. Y varios ciudadanos de Nueva York, al contemplar aquellos globos que brillaban extrañamente, los confundieron con ovnis, según el New York Post y Fox TV. También la policía y las autoridades de aviación recibieron numerosas llamadas de gente "preocupada" que "decían haber visto ovnis volando por encima de Manhattan". Desbordante es, en verdad, la imaginación de los ciudadanos de Manhatan.

No quiero ni pensar, si el alcalde de Madrid, haciendo gala a su apellido “Gallardón”, hubiera él mismo ascendido gallardo a los cielos, como hizo Alejandro Magno. Según cuenta el poema épico medieval llamado El Libro de Alexandre, el rey mandó capturar dos aves fantásticas, dos grifos, a los que acostumbró a comer carne. Ordenó preparar luego una bolsa de cuero bien cosida, que se ató a los grifos mediante un arnés. En esa bolsa se metió, con cuidado de no cubrirse la cabeza, para ver mejor, después de tener a los grifos sin comer durante tres días, a fin de que estuvieran hambrientos. Una vez dispuesto así todo, puso pedazos de carne en el extremo de una larga pértiga, que levantaba o bajaba para dirigir el vuelo de los monstruos que le llevaban por los aires. Así subió a las nubes, cuenta el poeta. Y contempló valles y montañas, ríos y mares, puertos y ciudades, y la faz entera del mundo, incluyendo África. Así, nuestro Alberto el grande, apodado por sus enemigos como el faraón, hubiera sobrevolado las tierras americanas, y no solo la ciudad de Nueva York, contemplando las maravillas de tan admirable país, provocando el asombro de todos y, de paso, dando a conocer la ciudad de Madrid que le enviaba.

Esa imagen impactante, hubiera dado la vuelta al mundo. Pero quizá, el Pentágono de Washington, hubiera confundido semejante aparición con un artefacto hostil. Acaso hubiera cerrado todo el espacio aéreo del país y, con el ánimo belicoso que les da su poder militar y su miedo a terrorismos e invasiones, hubiera mandado sus aviones de combate para desintegrar con sus armas tamaño portento. E incluso, una vez identificado su origen, hubieran bombardeado la Gran Vía madrileña para escarmiento de todos.

En fin, no desvarío más. Alguien le tenía que haber dicho al alcalde madrileño, que el mundo real, la calle, no es el mejor sitio para promocionar nada, sino que sólo a través de los medios de comunicación se puede invadir la mente de los ciudadanos, perdón, quería decir de los consumidores. Pensándolo mejor, pienso que eso ya lo sabía, y tan modesta campaña se debe a que las arcas madrileñas se encuentran vacías, y decidieron hacer “algo”, aunque fuera tirando a cutre. En definitiva, lanzando unos globitos al cielo se consiguió llamar la atención, sin gastar un euro y sin que Madrid fuera bombardeada. A eso se llama hacer de la necesidad virtud. Lástima que nadie se haya enterado en Nueva York de a santo de qué se lanzaron los globitos, ni qué sea eso de la Gran Vía, ni dónde está Madrid. O quizá sí, y entonces tendremos que empezar a aprender a hablar inglés los madrileños, para atender a los millones de neoyorquinos que, después de tan magnífica campaña, invadirán nuestras calles mirando al cielo y buscando ovnis.

sábado, 9 de octubre de 2010

BÓSFORO


Robert Burton –sedentario y erudito rector de Oxford del siglo XVII– consagró muchísimo tiempo y estudio a demostrar que el viaje no era una maldición, como se creía en su tiempo, sino un remedio para la melancolía, o sea, para las depresiones que causaba la vida sedentaria. En su libro Anatomía de la melancolía, escribió: “Los mismos cielos giran continuamente, el sol se levanta y se pone, la luna crece, las estrellas y los planetas mantienen sus movimientos constantes, los vientos siguen removiendo el aire, las aguas refluyen, sin duda para conservarse, para enseñarnos que debemos estar permanentemente en movimiento. Para esta dolencia (la melancolía) no hay nada mejor que cambiar de aire, que vagabundear en una u otra dirección, como los nómadas que viven en grupos y que aprovechan la oportunidad de disfrutar de tiempos, lugares, estaciones”.

Y les cuento esto porque, huyendo de calamidades, aburrimientos y de nuestro sedentarismo de biblioteca y mesa camilla, estos días he estado en la ciudad de Estambul, que no conocía. El viaje ha sido un regalo de Abril en este otoño que acaba de comenzar, para celebrar los cincuenta cumpleaños que acabo de dejar atrás. Y doy fe de que el remedio funciona. La belleza de esa ciudad nos ha proporcionado gran alegría, el hotel descanso y lujo, y el viaje recuerdos que alimentarán el alma y los sueños.

Les cuento esto también, porque desde que leí el libro La caída de Constantinopla, de sir Steven Runciman (el libro que a mí me hubiera gustado escribir), yo sabía que cualquier viaje que hiciera a esta ciudad, sería irremediablemente un viaje al pasado.

A mediados del siglo XIX, Estambul era la fiel imagen de la decadencia del Imperio Otomano, que había atemorizado durante siglos al occidente europeo. La pobreza, la podredumbre, la sensación de derrota, el incremento explosivo de la población y las guerras perdidas una por una comenzaron a maltratar y aplastar de manera evidente el centro antiguo de la ciudad, la península histórica, así como los grandes edificios del alto funcionariado occidentalizado. Los más adinerados y los bajás crearon una cultura cerrada al exterior alrededor de los palacetes construidos a orillas del Bósforo, a los que huían para alejarse de la ciudad en verano. Aquellas mansiones, encerradas en sus jardines, no tenían acceso por caminos y, a pesar de los transbordadores de pasajeros y de los muelles, todavía no eran del todo una parte de Estambul. Constituían una cultura cerrada, que alguno de sus descendientes han rememorado con nostalgia, ya en el siglo XX. Allí, con la luna iluminando sus aguas, esos seres privilegiados organizaban fiestas amenizadas por música que sonaba desde alguna barca en el estrecho, vivían su lujo, sus amores y sus hábitos, pero también vivían los odios, los silencios, las debilidades humanas, los juegos de poder. Esa cultura otomana decadente acabó, y los palacios fueron abandonados y sustituidos muchos por casas modernas. Muchos otros se mantienen en pie. Orhan Pamuck en su libro Estambul, cuya lectura recomiendo, evoca la nostalgia de una cultura y un mundo irremediablemente perdidos. Su lectura me ha evocado estas ideas.

Y esto viene a cuento, porque en lugar de alojarnos en la ciudad vieja, a la santa sombra de la Mezquita Azul y Santa Sofía, nos aposentamos en el Bósforo y hemos podido contemplar, no sin nostalgia, los hermosos restos de aquella civilización otomana, creada en torno al estrecho en plena decadencia de la ciudad.

Sepan los que quieran seguir leyendo, que no voy a hablar de una ciudad sobre la que no tengo nada nuevo que decir. Sólo cómo nos encontramos el primer día del viaje. Amanecimos contemplando el mar. La mañana era soleada. Tras el desayuno al borde del estrecho, montamos en un bote en dirección a la ciudad vieja, entre Asia y Europa. Durante la travesía contemplamos maravillados, a un lado y a otro, cuanto había al borde del mar: casas, palacios, pueblos, mezquitas, embarcaderos, jardines, puentes, árboles, pueblecitos, fortalezas y paseos. Detrás, más arriba, estaba el marasmo de la urbe inmensa, con sus rascacielos, bloques y barrios, miles de coches atascados en sus autopistas, y millones de turcos afanados que se movían sin parar: la mundialmente conocida foule de Estambul.

A medida que avanzábamos, aumentaba la escala del palacio de Dolmabace, la torre Gálata, la muralla, Santa Sofía, Topcapi y sus jardines, la Mezquita Azul, el mercado de las especias, Suleimaniye Camii... Después pasamos bajo el puente Gálata y entramos al Cuerno de Oro, desembarcando en un muelle lleno de puestos de pescado. Tras esto, nos sumergimos en una ciudad viva, cutre y sublime, llena de mezquitas, de tranvías, de coches, gente, de puestos callejeros, de anuncios, de olores..., de vida. Yo ya estaba atrapado.

Hemos atravesado y recorrido el Bósforo una docena de veces estos días, en mar o por las carreteras que lo bordean, por los puentes o en barca. También en esos trasbordadores que recogen a la gente en Europa, deshaciendo el camino de la mañana, y los llevan agotados de vuelta a su casa en Asia al atardecer, mientras se escuchan los cantos de los muecines que, desde mil mezquitas, les llaman a la oración.

Como todos, estoy lleno de deseos de felicidad, de diversión y de comprender el mundo que nos rodea. Pero nada puede callar esa voz interior que me previene de que no debo exagerar la belleza de la ciudad, para no ocultarme las carencias de la vida que llevo. Pamuk dice en su libro “si una ciudad nos parece hermosa y mágica, así debe ser nuestra vida”. Ante los restos de las civilizaciones bizantina y otomana, viendo la ciudad vieja y descuidada de hoy, que crece sin parar, me sentía igual que cuando me veo envejecer cada mañana ante el espejo. Ahora este espejo es el Bósforo, cuya corriente profunda y poderosa no me deja apartar la mirada y me recuerda que los años (cincuenta o cinco mil) han pasado. Y definitivamente digo que sí, que mi vida, igual que Estambul, es hermosa, aunque no perfecta; es mágica, como las Mil y una noches, pues la he poblado de historias leídas e imaginadas, con las que me he explicado la realidad y me he divertido; entre los destrozos y ruinas del tiempo pasado, tengo recuerdos allá por donde paso, que me hacen amarla más; pero sobre todo, estamos juntos, como el Bósforo y Estambul, lo que me hace feliz y me ayuda a saber mejor quien soy. Gracias Abril.

domingo, 3 de octubre de 2010

ACRÓSTICO AFORÍSTICO


Aún dentro del salón de baile hay quien prefiere no bailar.

No hagas nunca la guerra de tricheras sentimentales.

Tan inteligente era que no servía para nada.

Incesticida: deben comprarlo algunos niños desemparados.

Para salir de dudas hay que entrar definitivamente en el infierno.

Aunque no vayas a ninguna parte no te quedes en el camino.

Tan poco les dijo que tampoco le entendieron.

Inteligencia: proyección de luz sobre realidades invisibles.

Cuando canta el gallo se van los fantasmas.

Ostra: produce perlas cuando se aburre.


José Bergamin et alt.