viernes, 25 de febrero de 2011

EL OJO DEL HURACÁN


El ojo del huracán es un área de relativa calma en su centro, que se extiende desde el nivel del mar hasta la parte superior y esta rodeado por una pared de nubes espesas cargadas de lluvia. En el interior del ojo, sin embargo, debido a la alta temperatura y la presencia de viento caliente, el agua evaporada es arrastrada rápidamente hacia arriba, originándose un aire seco, incapaz de condensarse, y por ende sin nubes. Esto es lo que más llama la atención al observar el huracán desde un satélite.

Cuando uno está en alta mar, metido en el ojo de un huracán, disfrutando de esa calma sólo aparente, amenazado por las olas, sin poder salir, viendo el peligro; cuando uno permanece durante un tiempo así, atrapado por las tormentas temibles, sólo entonces comprende el verdadero valor de las cosas simples y efímeras que a uno le es dado disfrutar de manera transitoria y provisional.

jueves, 17 de febrero de 2011

LA MUERTE DE MOLIÈRE

No sé si se sabrán ustedes, pues los periódicos no se ocupan de estos temas, que tal día como hoy, hace 248 años, murió Jean-Baptiste Poquelin, llamado Molière, el más grande dramaturgo francés de todos los tiempos (1622-1673). Desde el inicio de su carrera como actor y luego como autor, había ido satirizando en sus comedias la sociedad de su tiempo, pues no en vano era un temperamento genial, creativo, polémico, irritable, batallador y tenaz.

En 1665 Molière sufrió la primera manifestación de una grave enfermedad pulmonar, pero apenas si duró su convalencia, pues pronto volvió al trabajo. Amaba la fama, la gloria, los honores, el lujo y aceptaba la lucha como justo precio de todo ello. También sufrió los celos por su mujer, frívola y mucho más joven que él, que le engañaba. 

A lo largo de su carrera, y a medida que aumentaban sus admiradores se le acumulaban igualmente los enemigos y detractores. Eran las víctimas de sus sátiras: marqueses, damas ridículas y el clero. En vano le hicieron críticas invectivas y acusaciones calumniosas, pues entre los que le admiraban y protegían se encontraba el mismísimo rey sol, Luis XIV, que le cedió un teatro para sus representaciones.

Luis XIV invita a Molière a compartir su cena.
Gérôme (1863).
Dicen que todo escritor huye de la soledad. No sabemos cómo se sentiría Molière ante tan gran éxito mundano, con tantos enemigos, sin amor. El hecho es que se volcó en su obra. Y fue precisamente en sus últimos diez años de vida, cuando su talento dio los mejores frutos. Fustigaba cuanto vicio e hipocresía encontraba, con obras y personajes como el inquieto y escéptico Don Juan, el amargo Misántropo, el hilarante Anfitrión, el sombrío triunfo del vicio en Jorge Dandin, la miseria de El Avaro, la hipocresía de Tartufo, la risa de El médico a palos o El Burgués gentilhombre, y el ataque a la vana ciencia en El enfermo imaginario.

Poco a poco se daba cuenta de que le acechaba la muerte. Eso le hacía reflexionar. “La muerte es el remedio de todos los males -decía- pero no debemos echar mano de éste hasta última hora”. Y seguía luchando, escribiendo y actuando. Sabía que la batalla sería larga: “morimos sólo una vez, pero durante mucho tiempo”. Fue precisamente en plena representación de El enfermo imaginario, cuando se derrumbó en el escenario. Su enfermedad sí era real. Pero no, no estaba solo. Los actores de la compañía y sus amigos le trasladaron corriendo a su casa llenos de angustia. Él estaba sangrando, agonizante, mientras le pasaban por su mente las escenas de su vida ambulante por los caminos, de su infancia, de sus amores...

Moría pocas horas después, sin renegar de su profesión de actor. Los médicos, a los que tanto había fustigado, no le salvaron. Desde entonces, los actores de todo el mundo conservan la supestición de no vestir de amarillo en los escenarios, pues ese era el color de la túnica que llevaba Molière cuando sufrió su último ataque mortal.

Bajo la ley francesa de aquel tiempo, no estaba permitido que los actores fueran enterrados en el terreno sagrado de un cementerio, pues la Iglesia considerada su profesión inmoral. Ni siquiera la muerte lo había reconciliado con los doctrinarios, las convenciones hipócritas, las reglas, convencido como estaba, por ser hombre y artista, de que la vida social se desarrolla libremente como una fuerza mediadora entre la naturaleza y la razón. Hasta la noche del día 21 no se permitió, contra la prohibición, su reposo en tierra sagrada, dentro de los muros del cementerio de San José, gracias a la intervención del Rey.

Parece que, al menos en este país, nadie vaya a recordarle hoy. Se prefiere hablar de gentecillas ordianarias y sin mérito. Yo leeré esta noche su última comedia. Ustedes pueden ver este impresionante video sobre su muerte. Es un fragmento de la magnífica película sobre su vida que rodó Ariane Mnouchkine.

domingo, 13 de febrero de 2011

EGO



Imaginen ustedes una araña que ha decidido vivir en la red. Estaba la pobre, sola y harta de que intentasen comérsela o aplastarla. La araña empezó un día a tejer sus propios hilos, hechos con lo que salía de sus tripas, para ver cuántos inocentes caían en su red. Ese soy yo, tejiendo mi red en la red.

Me pregunto yo, si alguno de ustedes no se habrá preguntado alguna vez a qué viene el nombre con el que he bautizado este rincón. La respuesta es obvia, a poco que uno quede atrapado un poco en sus hilos: todo son círculos concéntricos en torno a mi persona, al yo, eso que los romanos llamaban ego. Lo que leo, lo que veo, lo que siento, lo que pienso, lo que copio, lo que escribo, lo que escucho.... No sé cómo lo aguantan. Desconozco exactamente cuál es la plabra adecuada para mi actitud, hay muchas: egoismo, egotismo, egolatría, egocentrismo... Creí, y sigo creyendo, que egoteca es un nombre adecuado para nombrar este lugar, donde acumulo vanidad, donde guardo los objetos del culto que practico, del que soy sumo sacerdote, y donde los fieles pueden encontrarme cada semana. “En cada tela de araña espera un templo”, decía Andrés Trapiello, y aquí está el mío.

Claro que tan sabio escritor también dijo que “en el monte ego mueren hasta los mejores alpinistas”. Al final esta egoteca acaba siendo como una cartilla de ahorros en la que me paso la vida metiendo los caudales, y que cuando necesito algo la encuentro vacía. El ser egotista, la araña tejedora, acaba siendo un ser fatalmente desdichado y antipático, pues nada cansa tanto como hablar de uno mismo.

Por eso acabo hablando de los demás. Procuro, eso sí, que sean personas de algún mérito o curiosidad (no como yo). Algunos son bichos raros que van cayendo en mi tela. Disculpen si alguno se les indigesta. Y hablando de bichos raros, acabo recomendándoles la lectura de un libro reciente que ha caído en mis manos. Se llama Diccionario de Literatura para Esnobs y (sobre todo) para los que no lo son.

Su lectura es divertida, pero creo que hay que cuidarse de los esnobs. Son personas que imitan con afectación a aquellos que consideran distiguidos o de clase social más alta para aparentar ser como ellos. En el ámbito intelectual, para distinguirse de los demás, sólo manifiestan gusto por los autores raros y desconocidos. Cuando alguno de estos se hace famoso, los esnobs se sienten usurpados por el público y expulsan al autor de su olimpo para los escasos elegidos (happy few). En este diccionario hay unos cuantos de esos escritores. Si alguna vez se cruzan con un esnob intelectual, presuntamente culto, que por ello pretende ser superior a ustedes con su erudición majadera, pueden soltarle cualquiera de los nombres “de culto” que están en este diccionario y quedar bien.

Al fin y al cabo, esto de la cultura, no debe ser otra cosa que placer. Cualquier obra de arte, literaria, musical y demás, debería ser como comerse una croqueta, que si a uno le gusta, muy bien, y si no, no pasa nada, hay otras cosas que probar y disfrutar. Y cuanto más conoce uno y más prueba, mejor. Todas las arañas somos voraces y a muchas nos gusta el refinamiento y, si además de comer con esplendor y abundancia, lo hacemos con elegancia y originalidad, mejor.

jueves, 10 de febrero de 2011

LA DUQUESA DE ALBA

Estamos siendo bombardeados estos días, una vez más, por los muchos dimes y diretes con que se andan los periodistas trompeteros de este país, acerca del noviazgo y futura boda de la XVIII Duquesa de Alba, llamada Cayetana. Es una de las mayores fortunas de este país. Unos se escandalizan con la relación de esta duquesa octogenaria, de nobilísima cuna, con un funcionario de Hacienda, que tampoco es precisamente una criatura. Otros dudan de la sinceridad del pretendiente.

A ninguno de estos reporteros dicharacheros oigo una reflexión, medianamente pensada, acerca de si la mujer en general, o esta en particular, debe retirarse cuando envejece, sin pretender el amor y sin recurrir a las zarandajas de la cirugía estética, dejando al hombre la imagen de la hermosa y alegre juventud. Los dioses, es indudable, no son amigos de la vejez. Todos sabemos que envejecer es una cosa bastante desagradable, por mucho que lo queramos embellecer con la supuesta elegancia de las canas o la triste hermosura de las arrugas. Es igual que reconocer que lo decadente tiene su belleza..., sí, pero no tiene ninguna gracia.

Por eso mismo, porque bastante malo es en sí hacerse viejo, no hace falta mortificarse en la desgracia que a todos llega, renunciando a placeres de los que todavía se puede disfrutar, aparte de los recuerdos. En cualquier caso, se estire uno las carnes y pellejos o los deje caer, se haga extraer grasas, bolsas y forúnculos o no, se tinte el pelo uno, o se replante el ya caído, eso de que los amantes no hayan de serlo porque son viejos creo que carece de sentido, por lo menos del sentido del amor que yo tengo.

Lo que es indiscutible es que la actual duquesa ha decidido militar, desde hace años, en el bando de los no resignados frente a la vejez. Por eso se ha sometido a tantas operaciones como le ha permitido su anatomía. Sigue luchando contra la soledad, compartiendo con otros hombres su alegría de vivir y ahuyentando el miedo a una muerte cada vez más cercana. Se quiere volver a casar por tercera vez. Se divierte cuanto puede, y no es poco: viaja, va a los toros, acude a fiestas, se viste de colores, se disimula, arregla y maquilla, se rodea de la gente que le gusta, disfruta del fabuloso patrimonio inmobiliario, cultural y artístico que ha heredado de su ilustre familia, y gasta en placeres su fortuna. Yo no puedo sino sentir una profunda simpatía por una persona así, por muy esperpéntica que pueda parecer y, pardiez que en ocasiones, lo parece. Pero lo que para algunos es locura chocha, extraviada y decrépita, a mí me parece una opción razonable, aunque no la única, es verdad.

Y sobre los rumores y maledicencias que corren sobre unos y otros, o sobre las miserias y codicias de herederos y allegados, prefiero no opinar, porque nada sé de sus asuntos, y si los conociera, con más motivo. Si alguna vez tuviera soluciones a tales problemas, las aplicaré a mi caso, pues dice el refrán que “en todas partes cuecen habas y en mi casa a calderadas”.

A mí, todo esto me trae a la memoria la suerte de una anterior Duquesa de Alba, la número XIII (1762-1802), que protagonizó otro supuesto escándalo hace más de doscientos años, del que todavía se escribe. La pequeña Cayetana, que también se llamaba así su antecesora en el título, vivió una infancia triste y dura, marcada principalmente por el desapego de sus padres, dados más a la vida licenciosa que a la familiar. Su padre murió cuando ella tenía ocho años, y su madre contrajo después varios matrimonios hasta que murió. Su abuelo la casó en 1775 con su primo, cuando ella tenía sólo doce años, y cuando cumplió los catorce, heredó todos los títulos de nobleza. Su vida fue breve pero intensa. Fue una de las mujeres más bellas de su época, esbelta, de ojos chispeantes y rostro delicado. Todos la admiraban. Tenía una espesa melena de rizos oscuros. Se movía con gracia y era una magnífica bailadora, sobre todo de seguidillas y fandangos. Le encantaba la moda de las majas y tenía gran gusto en el vestir. La decoración de su palacio, el de Buenavista, en la plaza de la Cibeles, era considerado una obra maestra de la decoración neoclásica, incluso por los visitantes franceses más snobs.

En 1796 ella enviudó sin descendencia. Murió con cuarenta años, consumida por una terrible enfermedad, el dengue, que se le complicó con tuberculosis. Desde entonces la descendencia de la casa de Alba pasó a los Fitz-James, que todavía la conservan, y su casa madre en Madrid pasó a ser el palacio de Liria.

El episodio más conocido de su vida fue un supuesto romance con Francisco de Goya. Se conocieron en 1780, cuando ella estaba en la flor de la juventud y el pintor en la cumbre de su fama. Parece que sintió una fuerte atracción por ella. Eran amigos. Pintó de ella varios retratos y se alojó como invitado en una de las fincas de los Alba, en Sanlúcar de Barrameda, unos meses después de enviudar la duquesa. En líneas generales eso es todo lo puede decirse de la relación que mantuvieron, a pesar de que le atribuyeron todo tipo de especulaciones: que si mantuvieron un romance en aquella visita a Sanlúcar, de lo que no hay constancia, o que si ella fue La maja desnuda, del famoso cuadro del pintor, lo que se ha demostrado que era falso. En realidad nada da pie a imaginar que esta gran belleza se acostara con el genio sordo que le doblaba la edad. Es probable que la verdad sea decepcionante y no hubiera roce sexual entre los dos. Todavía los historiadores especulan sobre el caso.

Quizá la memoria de la corta vida de aquella Duquesa del Alba haya espoleado las ganas de vivir de la actual. La pena del caso es que del asunto de antaño, si lo hubo, nos quedan los magníficos retratos de Goya, y del escándalo de hogaño, sólo quedarán lamentables retratos de los paparazzi. No habrá historiadores que se preocupen por ello, pues no habrá nada hermoso ni perdurable en el recuerdo. Sólo la eterna lucha de una mujer rica y vieja para sentirse viva.

domingo, 6 de febrero de 2011

SANATORIO DEL RETRAIDO


J.R.J. por Joaquín Sorolla
Cuando Juan Ramón Jiménez (1881-1958) tenía diecinueve años, a su vuelta de Francia, era un escritor que creía que sufría una enfermedad, y en realidad la tenía, se llamaba hipocondría. La temprana e imprevista muerte de su padre le había provocado un terrible miedo a morir prematuramente. Cuando volvió a Madrid, sus amigos, y sobre todo el doctor Luis Simarro, hicieron las gestiones para que le dejaran alojarse en el Sanatorio del Rosario, que entonces estaba en las afueras de la ciudad, y que actualmente es el número 53 de la calle del Príncipe de Vergara. En sus habitaciones, un dormitorio y una salita, se estableció como en un hotel, porque “no toleraba los ruidos de Madrid”, y llevaba una vida retirada. Lo denominó él mismo como el “Sanatorio del Retraido”, cultivando una imagen –muy a la moda del malditismo imperante– de poeta enfermo de melancolía y de idealismo que cuida los signos que lo distinguen de la vulgaridad del ambiente.

Durante aquellos dos años escribió poemas y publicó libros esenciales en su obra, como Jardines lejanos o Arias tristes y corrigió Rimas. También recibía en tertulias improvisadas a poetas y escritores (Villaespesa, Jacinto Benavente, Ramón Pérez de Ayala, Salvador Rueda, los Martínez Sierra, los Machado, o Valle Inclán). Con ellos intercambiaba ilusiones y trazaba proyectos literarios. Allí se concebirá la revista modernista Helios. También frecuentaron su refugio krausistas y colaboradores de la Institución Libre de Enseñanza, que tanto influirán en su pensamiento.

Rubén Darío le había dicho una vez “usted va por dentro”. Rafael Cansinos Assens, uno de los que le frecuentaba, le recordará años después como “el inmaculado, el poeta puro, que no se roza con la vida ni la gente en su Vaticano del Sanatorio”. Pero nunca nadie pudo estar seguro de conocer a Juan Ramón Jiménez, el raro, el maniático. Detrás de ese melancólico idealismo, había pasión carnal y alegría de vivir. Porque, además de lo dicho, pasaron más cosas en aquel sanatorio.

Jardines del sanatorio, en la actualidad
El convento estaba atendido por monjas. Ni su supuesta enfermedad ni su melancolía le impidieron frecentes galanteos con las novicias más jóvenes del sanatorio, por las que muy pronto se sintió atraído. Eran tres: Pilar Ruberte, Filomena y Amalia Murillo. “Yo les traía golosinas –cuenta el poeta en su obra Sanatorio del Retraído– que ellas, aunque les estaba prohibido, se comían conmigo alrededor de mi estufa. Cuando había tormenta, venían gritando a mi cuarto. Me vestían de monja una escoba, y me la ponían sentada en el sofá, y una fotografía que tenía yo, encima de la chimenea, de una amiga francesa, me la encontraba, puesta por ellas, (...) en mi cama sobre mi almohada. La verdad es que lo pasábamos tan bien las tres y yo. Jugábamos por los pasillos, en verano sobre todo, cuando no había enfermos”. De la hermana Pilar escribe Juan Ramón: “Desde el primer día me pareció un mármol de museo, ablandado y calentado por mi”. Y también que “con aquella mimosa dulzura, mordiéndose el lunar de su labio —¿Viene usted, Juanito, a ver nacer la luna? Dejándose tirar del velo que le ponía tirante la frente y doblando atrás la cabeza, cerraba los ojos como las muñecas al tenderse.” A ella le dedicó una parte de su libro Arias tristes.
La flecha señala a Pilar Ruberte, a la que JRJ llamó
su "Venus de Milo". Fotografía tomada en Maracaíbo en 1970.
El tiempo no perdona.

Después de unos meses de escándalo, la hermana Amalia fue trasladada a otro convento y JRJ expulsado del sanatorio por la madre superiora. En un documento inédito, encontrado en Puerto Rico a la muerte del poeta, éste dejó escrito su versión de lo que pasó: “El doctor Roldán, director del Auxilio Mutuo, dijo que, cuando yo estuve en Madrid en el Sanatorio del Rosario, cuando él con sus veintiséis años era el director y yo el enfermo melancólico, yo le hacía el amor a las hermanas. El hecho era así. La madre superiora, con gran escándalo de la comunidad, se enamoró de mí y venía constantemente a mis habitaciones. Las hermanas jóvenes, que eran las que amí me gustaban (y yo a ellas), nos burlábamos de la madre cincuentona. Entonces ella, indignada espulsó a una hermana, Amalia, de veinte años como yo (...). Y después, la Madre me espulsó a mí, sin atreverse a aparecer en mi despedida, a la que vinieron todas (...) menos ella. Y todas lloraban y yo también”.

En verdad fueron muchas las mujeres que enamoraron a Juan Ramón vivían en Moguer, Madrid, Sevilla, Francia y en el sanatorio del Rosario de Madrid. Unas fueron adolescentes como él, otras señoras casadas y otras novicias. Diez años depués preparó un libro con los poemas que hablaban de aquellos amores, de sus primeras experiencias eróticas y amorosas, a los que puso nombre y apellido, poemas que nos descubren a un poeta más alegre que meláncolico, más apasionado y carnal, aunque siempre espiritual; tan espiritual que sus versos más eróticos y explícitos los reunió bajo la rúbrica de Lo Feo. JRJ, que ya entonces lo diseñaba y programaba todo, entregó el libro a la imprenta en junio de 1913, pero no llegó a publicarse.
¿Y qué pasó, por qué no se publicó?

Al parecer, fue cosa del gran amor de Juan Ramón, Zenobia Camprubí, que ya había aparecido en la vida del poeta. A ella no le gustó nada la sensualidad y el erotismo que destilaba el poemario Laberinto que acababa de publicar Juan Ramón. Así se lo expresó Zenobia al poeta en una carta: “Anoche leí Laberinto. Lo leí porque lo había escrito Ud., conste, que si no estoy segura de que no hubiera aguantado hasta el final. Y cuando lo concluí tenía una rabia contra Ud….” ¿Resultado? Juan Ramón retiró de la imprenta el nuevo libro de sus poemas de amor, mucho más cargado de testosterona,  y postergó para siempre su publicación para asegurarse el amor de Zenobia. ¡Qué bien sabía el poeta lo que le interesaba! Aquella mujer ejemplar lo cuidó y lo amó durante toda su vida, en medio de la manía reinante de su vida y del egotismo superlativo del poeta, que decía que la adoró como la mujer más completa del mundo pero a la que no pudo hacer feliz. Pero esa ya es otra historia...

viernes, 4 de febrero de 2011

SONRISA


Existe la sonrisa ambigua y enigmática, como la que pintó Leonardo en aquel rostro misterioso y andrógino, del que todavía los sabios y doctores elucubran sobre su origen e intención. Hay otra sonrisa falsa y forzada, que no responde sino a una hipocresía mal o bien disimulada, a un encubrimiento oriental. Hay una sonrisa maliciosa, que se alimenta de la envidia y de la satisfacción por el mal ajeno. Está la sonrisa de triunfo o de alivio. Está la de alegría o de satisfacción. Hay una sonrisa del durmiente feliz y otra desesperada, como pidiendo clemencia...

Hay infinitas sonrisas, es verdad.

Pero, sobre todas las demás, se alza la sonrisa de quien ama. Esa sonrisa puede reconciliar a cualquier ser con el mundo. Ilumina con su luz lo oscuro, como una lámpara maravillosa. Dice a los demás: “he vuelto, no tengo miedo”, o “sigo a tu lado, no te preocupes”, o “¡qué bien que estás aquí!”. Quien sonríe así a los demás, les dice que no teman el dolor, la injusticia, el odio, la indigencia o  lo absurdo, todo eso que simplificamos, llamándolo el mal. A quien sonríe así le es indiferente si hace frío o calor, si es momento de contento o de desgracia.

Es esa una sonrisa poderosa, que maravilla, irradia felicidad, transmite confianza, le da sentido a todo y es capaz de sacar lo mejor de los demás, pequeños diamantes que ni siquiera saben que tienen. Es una sonrisa que aparece lentamente en el rostro, como si fuera consciente poco a poco de su fuerza. Es una sonrisa silenciosa que hace que se incline ligeramente la cara. Cuando alguien encuentra una estrella así se siente, sin duda, un ser afortunado.

Grocio Thuv.
El hombre que ríe


miércoles, 2 de febrero de 2011

GENIOS EN EL MISMO MANICOMIO (Y 2)

Abraham Moritz Warburg (1866-1929), mejor conocido como Aby Warburg, fue un historiador del arte. Nació en el seno de una familia de banqueros judíos alemanes de Hamburgo (Alemania). Por ser el hijo primogénito de Max Warburg, le correspondía a Aby hacerse cargo de la fortuna familiar, pero éste declinó en su hermano Max esa responsabilidad, asegurándose una disponibilidad económica para sus estudios e investigaciones y para comprar cuantos libros quisiera. Tenía trece años y ya adivinó que sus dos pasiones en la vida serían coleccionar libros y organizar de manera revolucionaria su colección.

No desaprovechó la oportunidad. Estudió filosofía, historia y religión en universidades alemanas, francesas e italianas. Viajó a América, donde conoció la cultura de las tribus de Norteamérica. Destacó por sus estudios acerca del Renacimiento italiano y el manierismo. Formó una de las bibliotecas más fascinantes del siglo pasado, a la que dedicó su vida. Su estructura sería reflejo de su misteriosa personalidad, como una especie de paisaje de círculos concéntricos, un laberinto orbital, una tela de araña organizada con criterios misteriosos, pues las estanterías reunían volúmenes sobre múltiples temas, como astrología, arte, filosofía, medicina o ciencia, que guardaban entre sí afinidades de lo más variopintas, motivos alegóricos, esotéricos, fórmulas matemáticas, etc.
Warburg fue el padre de la iconología moderna, una manera del estudio de la historia del arte que dirigía todo su interés al significado de la obra, al contenido de las imágenes, atribuyendo a los testimonios figurativos el papel de fuentes históricas para la reconstrucción general de la cultura de un período, entrelazando así, a través del subsuelo de la memoria el arte moderno con el pasado ancestral, primitivo o clásico.

Un trastorno maníaco-depresivo motivó que, entre 1921 y 1924, Aby Warburg fuera internado en un instituto psiquiátrico bajo el tratamiento directo de Ludwig Binswanger, uno de los psiquiatras más influyentes de su tiempo, autor del psicoanálisis adulto y seguidor de Sigmund Freud. Como ya habrán adivinado el sanatorio se llamaba Bellevue y estaba en Kreutzlingen.

El día 21 de abril de 1923, Warburg convenció a los médicos de la clínica para que le dejaran dar una conferencia sobre El ritual de la serpiente entre los indios, a los que conoció en 1895 en su viaje por el desierto de Arizona, Nuevo México, Santa Fe y Alburquerque. Contó que, de un modo ritual y con ocasión de la sequía, los indios se relacionaban con las serpientes venenosas en peligrosas liturgias con la creencia de que provocarían el rayo y la tormenta. En el ritual los indios se revuelcan entre los reptiles sobre un espacio cerrado y delimitado por pinturas de arena, y algunos incluso llegan a coger con la boca a las serpientes. Aquello le recordó a Aby la imagen del Laocoonte y sus Hijos. Muchos artistas de vanguardia llevaban acudiendo al arte primitivo africano u oriental para desarrollar sus propias imágenes. Él expuso que ese manierismo, que consigue crear a partir de las imágenes pasadas, requiere al artista sumergir su mente en el éxtasis y soltar la mano, perder el control, suspender su conciencia y llegar al límite de lo patológico. El eterno retorno de los mitos y los traumas, en el enfermo psiquiátrico y en el artista, nunca puede volver sin ser acompañado de los mitos y maneras de los cuerpos primitivos.

Warburg logró contar a los locos del manicomio como la serpiente mítica simboliza ese conflicto mental. Las coacciones sobre el hombre racional, que intenta superar las agresiones del medio, pero también la barbarie de la cultura. Warburg había sufrido ambas, la crisis maníaco-depresiva y la persecución nazi.

Yo supongo que su auditorio de locos y psiquiatras quedaría pasmado ante sus conclusiones. Ya imagino al doctor Binswanger impresionado, pues no en vano desarrolló estudios sobre los tres conceptos principales de la esquizofrenia: exaltación, excentricidad y manierismo. Otros no lograrían entenderlas, pero entre aquellos enfermos estaban Kirtchner y Nijinsky. Ellos habían sucumbido en la vida y en el arte al trastorno bipolar, que alcanzaron el culmen de la expresión artística de su tiempo, basándose en arquetipos y llegando al límite. Aquel excéntrico, historiador y millonario, había sabido penetrar el significado de su drama, pues ellos también habían dejado lo mejor que tenían, su mente, en pos de una vida para el arte.

Aquella experiencia con el ritual de la serpiente mítica trastornó los conocimientos humanísticos de Warburg, hasta tal punto que los confundieron con sus delirios esquizofrénicos. El historiador había propuesto a los médicos impartir la conferencia como prueba de su recuperación mental definitiva, hecho que los clínicos aceptaron de buen grado, confiados en que no lo lograría. Pero no sólo logró Warburg estructurar una lección magistral en torno al simbolismo primitivo en el arte, sino que pronto fue dado de alta para seguir trabajando en su biblioteca privada de Hamburgo, donde quería acabar su Atlas Mnemosyne, hoy Biblia de la iconología. Los madrileños todavía podemos visitar la exposición sobre esta obra y su influencia en el Museo de Arte Reina Sofía.

Murió en 1929. En 1933 justo antes de que los nazis consiguieran destruirla, los libros de su biblioteca fueron salvados in extremis por Fritz Saxl, uno de sus discípulos, y llevada a Londres, donde se fundó el Instituto Warburg, hoy todavía activo. Esta historia nos la cuenta Rafael Argullol en un artículo reciente, La biblioteca que escapó del fuego.