jueves, 28 de julio de 2011

LA CAIDA DE LOS DIOSES

Lina Cavalieri
Como ustedes saben, estos días están retransmitiendo en Radio Nacional de España las óperas de Wagner que se están representando en el mundialmente conocido festival de Bayreuth. No voy a hablar hoy de ese selecto club cultural de los wagnerianos, que lleva más de 150 años en pleno auge, quizá otro día. Hoy ha llamado mi atención lo frecuente que es que silben y pateen la actuación de los cantantes de ópera, cuando no responden a sus exigencias. Y pienso que tras el enorme éxito que algunos cantantes de ópera pueden llegar a alcanzar, que incluso les apodan divinos, viene su caída, irremisiblemente condenados al olvido, por grande que haya sido su gloria. ¿Dónde están las divas y divos de antaño?, diría el poeta.

Revolviendo libros, topo con una biografía de Lina Cavalieri, la italiana, que a fines del siglo pasado, era llamada la mujer más hermosa del mundo. Mi abuela tenía un disco suyo. Yo lo escuchaba en el gramófono que tenía en su casa de campo, a pesar del terrible ruido de fondo que hacía la aguja con su arado sobre el grueso disco.

Había nacido e 1874, y vivió hasta 1944. D´Annunzio la había llamado “la testimonianza di Venere in terra”, el testimonio de Venus en la tierra... Había nacido en un pobre barrio de Roma, de gente muy humilde. Debutó a los veinte años en las varietés, aunque ella sostuvo siempre que lo había hecho a los catorce, bambina ingenua y tímida... La avispa era entonces el ideal de belleza, y Lina era la avispa. Tuvo grandes éxitos. Cantó en Roma y en Nápoles, y en París, en las Folies Bergerres. Fue un triunfo colosal.

Perfeccionó su voz y dio lecciones de canto. Apareció en Lisboa, vestida literalmente de joyas, cantando ópera, Los Payasos. Fue silbada por las señoras portuguesas y aplaudida por sus maridos. D´Annunzio  dijo: “Lina, una resonancia tienes en la voz que me consuela y me contrista, como en octubre, cuando, con los rebaños, se camina a la orilla del mar...” Pese a los silbidos en Lisboa cantó en Italia. Visitó Berlín, donde fue muy apreciada; para muchos cantaba mal, pero interpretó con muchísimo éxito un amplio repertorio de óperas desde la ópera de Monte Carlo al Metropolitan Opera House de Nueva York, y actuó con los mejores tenores de su época, sin que faltara Enrico Caruso.

Los primeros dentífricos se anunciaron con su sonrisa, que dejaban ver los entreabiertos labios, los finísimos dientes. Estuvo a punto de ser raptada por un Majarajá indio, y al fin, abandonando banqueros y marqueses de Francia, se casó en San Peterburgo con el príncipe Alejandro Bariatinsky, el hombre más rico de Rusia en su tiempo. Pero se aburría en la corte de Rusia, y del asedio de los grandes duques. Pidió el divorcio, alegando motivos religiosos, y se lo concedieron en San Petersburgo sin dificultad alguna.

La gente se apiñaba para verla pasar al galope, en su caballo blanco. El propio Guillermo II la saludaba militarmente. Se casó, entonces, con el multimillonario americano Canler, que le regaló tres casas palacio en Nueva York. El matrimonio duró una semana, Lina abandonó su Bob y regresó a París con más joyas. Cuando se retiró de la escena, abrió una casa de belleza en París. También interpretó varias películas mudas.

Lina tuvo muchos amores y cuatro maridos, pero un día envejeció. Y regresó a Italia, a Florencia, una ciudad en la que se puede envejecer y esperar la muerte. Lina andaba siempre con un maletín: llevaba en él sus joyas. Vino la guerra del 39, la rendición de Italia. Los aliados bombardeaban Florencia. Un día, al anunciarse un bombardeo, Lina, buscando el refugio más próximo, se dio cuenta de que salía sin su maletín: volvió por él y una bomba la mató, justamente cuando abrazaba su famoso maletín de piel de Rusia con las joyas y el dinero... Tenía los ojos celestes, dulces, serenos, “ojos de niña”, dijo D´Annunzio; “de niña abandonada en una estación de ferrocarril”, dijo Cocteau...

Gina Lollobrigida la encarnó en la película de 1955, La mujer más bella del mundo. Fue bella, elegante, famosa, pero inútilmente. Hoy ya nadie la recuerda. Maldades que tiene el tiempo.

domingo, 17 de julio de 2011

BUSCANDO A GRETA

La historia que hoy les quiero contar es el argumento de la película Buscando a Greta, de Sydney Lumet.

Gilbert es un contable, vive en Nueva York, su trabajo es aburrido, su jefe un cicatero insoportable y el ambiente de su oficina es opresivo. Está casado con una mujer mona y convencional que quiere llevarle a vivir a Los Ángeles, donde su adinerado padre ha ofrecido a su yerno un trabajo mejor remunerado.

Su madre, ya entrada en años, es una mujer divorciada e inconformista, vitalista y nada convencional. Es una activista que se rebela continuamente contra las pequeñas injusticias que aparecen en su vida y por lo que consigue ser arrestada a menudo. También es una apasionada admiradora de Greta Garbo: ha visto innumerables veces sus películas, sigue llorando con ellas cada vez que las ve, se sabe todos sus diálogos y colecciona sus fotografías. A su hijo le puso el nombre de John Gilbert, que era el nombre de la pareja más famosa que tuvo la Garbo en el cine.

Un día diagnostican a la madre un tumor cerebral. Le dan pocos meses de vida. La internan en un hospital. Ella afronta la realidad de los hechos, le da rabia irse tan pronto, y expresa a su hijo el deseo de poder ver a Greta Garbo antes de morir. En aquella época La Divina era un mito que se había retirado del mundo y vivía enclaustrada e inaccesible en un apartamento de Nueva York. Su hijo piensa que es imposible alcanzar esa estrella, pero por amor a su madre decide intentarlo, en lo que será una búsqueda que le llevará a vivir mil peripecias.

Lo primero que hace es comprar todos los libros de la diva del cine. Se pone en contacto con uno de los fotógrafos que consiguieron hacerle una de las últimas fotos a la actriz. Resulta ser un paparacci, viejo, arruinado y solo, que vive en un siniestro apartamento. Le contrata para que ayude a encontrar a la actriz. Gilbert dice en la oficina que está enfermo y que no puede ir a trabajar. Pasan los dos una semana haciendo guardia en la calle frente al lujoso edificio de apartamentos donde vive ella. No consiguen nada. El fotógrafo se despide de él y le dice que está cansado de perseguir a la gente, de esperar agazapado a que se descuiden para poder fotografiarles, de que le miren con aire de superioridad y de desprecio.

Después intenta hacerse pasar por un repartidor para subir al apartamento donde vive La Divina. Es expulsado de mala manera. Averigua qué empresa de gourmet reparte comidas en el edificio y, tras una entrevista con el encargado, que le enseña lo que supone ser rico en esa ciudad, se emplea como repartidor. Para ello ha tenido que conseguir que le cambien el horario de trabajo de su oficina, dejándose las tardes libres, empezando a trabajar a las seis de la mañana. Pasa semanas agotadoras, de madrugones insoportables por las mañanas para ir a la oficina y de repartidor de comidas por toda la ciudad en una bicicleta con carrito por las tardes. Al fin, un día le mandan al apartamento de Greta, y sube hasta su casa, pero no consigue pasar de la entrada de la cocina, donde una doncella y un mayordomo le impiden entrar. Cuando insiste, vuelve a ser expulsado de mala manera.

Gilbert recuerda entonces que el fotógrafo le dice que la actriz no siempre vivía en Nueva York, que viajaba a Francia, a España y que iba a menudo a la Isla del Fuego. Esa isla, situada frente a la ciuidad, resulta ser un lugar lujoso de vacaciones, frecuentado por homosexuales. En el trasbordador conoce a un gay maduro, solitario y amable que le cuenta que un día la vio paseando por la playa y que desapareció frente a una casa y le enseña dónde está. Se pone a montar guardia frente a la casa. De repente, ve movimiento de gente y se precipita para ver si la encuentra. Llama y le dicen que allí no vive ninguna Greta. Entonces se da cuenta de que ella se escapa, en un bote, a una avioneta atracada en el mar. Se mete corriendo en el agua, gritando, para hablar con ella, pero es inútil, ella ya sube al avión y despega, él se cae. Cuando intenta volver, todo mojado, ya ha salido el último trasbordador y tiene que dormir en la playa. A la mañana siguiente, al volver a casa, su mujer, le dice que le han llamando de su oficina porque ha faltado sin avisar, que ella lleva toda la noche esperándole. Discuten y ella le dice que ha tomado la decisión de separarse de él, que vuelve a Los Ángeles, pues ella sólo quiere una familia y seguridad, sin sorpresas y últimamente su vida está llena de sucesos inesperados.

Mientras tanto, su madre sigue en el hospital. Poco a poco va perdiendo vista y no puede leer ni ver los partidos de baloncesto de la tele, va perdiendo oído y tampoco puede escuchar la música que le gusta bailar, nota cómo su final se acerca. A veces se desorienta y empieza a no reconocer a la gente, pero sí que tiene tiempo para interesarse por las condiciones de trabajo de las enfermeras y las anima a luchar por unas condiciones de trabajo dignas.

Su hijo sigue visitándola pero no consigue darle la noticia que ella espera. Durante todo ese tiempo conoce a una nueva compañera en el trabajo, que quiere ser actriz, es joven, guapa, simpática y extravagante. Se va enamorando poco a poco de ella.

Gilbert no sabe qué más hacer. Acude a un ciclo de conferencias y películas sobre la Garbo, y en el cóctel escucha a alguien que dice que una amiga de Greta, es mejor actriz que ella. A través de una agencia de actores intenta conocer la dirección de esa otra actriz, ya octogenaria. Tampoco lo consigue, pero su nueva compañera de trabajo sí, pues está afiliada al gremio de actores. Finalmente encuentran a esa vieja gloria del cine, en unos ensayos de teatro. Chochea, se tambalea, les habla de la Garbo y les cuenta que le gusta mucho ir los domingos al mercadillo de antigüedades de la sexta avenida.

Allí se planta nuestro sufrido héroe, sin mayor esperanza. De repente la ve. No puede creer que aquella mujer con sombrero y capa, que está a lo lejos, en la otra punta, sea la mismísima Greta Garbo. Sale corriendo, se planta delante de ella y le dice:

–¿Podría dedicarme un minuto, por favor? No soy un periodista ni nada de eso, se trata de mi madre, escúcheme por favor. Mi madre está muy enferma, está internada en el Hospital General de Nueva York. Tiene un tumor. Le queda poco tiempo de vida, muy poco. El doctor cree que esta semana morirá. Ella tiene un gran deseo. Conocerla a usted. He estado buscándola durante tres meses. Lo único que desea es verla antes de morir. Solo eso. Solo quiere mirarla. Por favor, venga conmigo, solo unos minutos, se lo ruego, cinco minutos..., un minuto. Por favor, no hay ni siquiera tiempo de pensárselo. Ella la quiere tanto..., la quiere a usted, tal vez, más que a mí.

En la escena se ve a Greta de espaldas, solo se ve el rostro suplicante de ese hijo que quiere desesperadamente hacer feliz a su madre. Y lo consigue. Lleva a Greta Garbo al hospital, la deja con su madre en la habitación. Allí tienen una larga conversación sobre sus vidas. Cuando se La Divina marcha, su madre está exultante de dicha, su hijo también.

La madre muere habiendo alcanzado su mayor deseo. Su hijo toma una sorprendente decisión. Abandona su trabajo diciendo lo que piensa a su jefe miserable. Declara su amor a su compañera. Había tomado la decisión de aspirar a mucho más en esta vida, algo tan sencillo como vivir con quien se ama y trabajar en un sitio que le guste.

En la última escena se ve a la pareja feliz, paseando por un parque. De repente ella ve a lo lejos a Greta Garbo. Se lo dice a Gilbert, excitadísima. La actriz se acerca a los dos y le dice a él:

–Hola Gilbert, ¿cómo estás?

Su novia se queda atónita y le dice, llena de admiración, que es alguien sorprendente. Sí, ese triste y apocado contable, se ha convertido en un hombre feliz, gracias a la ardua misión que se impuso de proporcionar un poco de dicha a su madre antes de morir.

jueves, 14 de julio de 2011

VISITAS


¡Sí señores!, esta bitácora ha llegado a la cifra redonda de 30.000 visitas. En buena medida esto se debe a las enormes ventajas de las visitas virtuales. Los que vienen a este sitio lo hacen por gusto, sin ningún compromiso, pues no son mis deudos. No tienen que desplazarse. Vienen a la hora que quieren. Echan un vistazo, si quieren dejan su tarjeta de visita, o escriben su comentario en el libro de visitas, cogen o copian lo que les interesa y se van. Todo gratis. Aquí no se compra ni se vende nada. Muchos vuelven. Siempre son bienvenidos. No molestan.

Hay muchos tipos de visitas. Las visitas de compromiso, como a las que, de niños, nos llevaban nuestros padres para ver a los abuelos, a los tíos o a algún familiar más lejano. Las visitas de compromiso suelen ser un tostón tanto para quienes las hacen como para quienes las reciben.

Luego están las visitas que dan miedo. Algunos visitantes son tan espantosos, que se han hecho docenas de películas de terror sobre ellos, como las de extraterrestres.

De las visitas a los enfermos, que también dan pánico, ya he hablado en otra entrada, pues son capítulo aparte.

También están las visitas inoportunas o inesperadas. Rara vez son gratas. Muchas veces son de desconocidos: vendedores, repartidores de propaganda, encuestadores o testigos de Jehová que nos preguntan cosas como “¿quiere que recemos por usted?", como la de este video. 

A pesar de lo engorroso de esta invasión, peores son las visitas inoportunas de nuestros conocidos, pues hay que ponerles buena cara, recibir con un mínimo de cortesía, ofrecer un refrigerio y demás. Los peor educados se presentan sin avisar, pero incluso cuando te llaman antes, no puedes impedir que vengan a verte, salvo que les mientas con alguna excusa o te proclames antipático..., y seas sincero con ellos, cosa que no suelen agradecer. Algunas de estas visitas se hacen costumbres, incluso diarias, y ya nadie analiza ni su sentido, ni su oportunidad.

En el siglo XIX, esta costumbre social de visitarse, sobre todo entre las damas de la burguesía y la alta sociedad, estaba muy extendida. Las señoras abrían sus salones a sus conocidos y amigos un día fijo a la semana o al mes. Y allí se presentaban, sin tener que avisar, cuantos querían verlas. Se hacía aquellas visitas con asiduidad para coincidir con alguna de sus amistades, cumplir con un compromiso, o por el verdadero placer de una grata compañía o de una velada agradable. Si se tenía prisa se podía dejar tan solo una tarjeta de visita. Era de cumplido devolver esas visitas cuando se tuviera ocasión y en el día de visita correspondiente.

Cuentan una anécdota sobre Oscar Wilde, que recibió una tarjeta de una dama de la alta sociedad que, intentado conseguir que el escritor acudiera a su salón, le escribió una nota que decía: “Lady XXX estará en su casa el jueves a partir de las cinco”. Wilde escribió debajo, a modo de contestación, “Oscar Wilde, no”.

Se podrá objetar que este sistema social era protocolario y hasta burocrático, similar a los días de visitas que se fijan para visitar un museo o un monumento, y que hacían perder toda espontaneidad a quien deseaba ver a un amigo en un momento dado, porque le apetecía, porque lo necesitaba o porque simplemente quería estar con él. Pero yo diría que aquel sistema era insuperable, puesto no impedía el contacto personal con los amigos, sino que organizaba la costumbre social de visitarse, sin tener que sufrir los inconvenientes de tal actividad.

A lo mejor sea ahora tiempo de plantearse cuánto tiempo hace que alguien lleva esperando una visita nuestra, una visita real. Son personas con la que acaso tenemos o hemos tenido vínculos importantes, que les importamos más que a esos desconocidos en Internet, a los que revelamos confidencias que no osamos contar a quienes tenemos al lado. Quizá sea tiempo de preguntarse por qué no le llaman a uno cuando se siente solo y desea la visita de otra persona, de esa persona a la que llevamos tiempo esperando.

La mayoría de las veces se agradecen las visitas cuando uno está en un asilo de ancianos, internado en un manicomio o encerrado en la cárcel. Son una alegría indiscutible cuando tienes ganas de ver a la persona que viene a verte. Hoy que se ha desorganizado la asiduidad de la costumbre de la visita, la gente ya rara vez hace visitas engorrosas y menos sin avisar, pero hace muchas visitas virtuales. Muchos, cuando están sin nada mejor que hacer que hablar con los que tienen al lado, entran en Internet, visitan sus sitios favoritos, saludan, se entretienen..., o escriben un blog esperando que les lean. Es la soledad la que llena los sitios como este en Internet.

Confío que ustedes, que hacen visitas virtuales, no hayan olvidado que el mundo real está ahí fuera, lleno de personas interesantes. Algunas les quieren y quizá no entienden que ustedes estén sentados al ordenador. No las descuiden. En mi caso, muchos de los que me conocen personalmente también han participado en este juego. Pero si tienen un ratito no dejen de hacerme compañía, pues estas 30.000 visitas han entretenido mis momentos de soledad y espero que también los suyos. Ninguna ha sido inoportuna, terrorífica o molesta, y muchas geniales, cariñosas, emocionantes, interesantes, absurdas, divertidas, eruditas, inocentes o maliciosas. Yo estoy enormemente agradecido por su compañía. Ha sido un placer que pienso prolongar.

domingo, 10 de julio de 2011

BARTLEBY QUIZÁ DIGA SÍ

“Todos conocemos a los bartlebys, son esos seres en los que habita una profunda negación del mundo. Toman su nombre del escribiente Bartleby, ese oficinista de un relato de Herman Melville que jamás ha sido visto leyendo, ni siquiera un periódico; que, durante prolongados lapsos, se queda de pie mirando hacia fuera por la pálida ventana que hay tras un biombo, en dirección a un muro de ladrillo de Wall Street; que nunca bebe cerveza, ni té, ni café como los demás; que jamás ha ido a ninguna parte, pues vive en la oficina, incluso pasa en ella los domingos; que nunca ha dicho quién es, ni de dónde viene, ni si tiene parientes en este mundo; que, cuando se le pregunta dónde nació o se le encarga un trabajo o se le pide que cuente algo sobre él, responde siempre diciendo:

–Preferiría no hacerlo.”

Estas palabras que copio de la primera página de la novela Bartleby y compañía, de Enrique Vila Matas, me dieron pie hace unos años, a ponerle cariñosamente este apodo a una pintora amiga nuestra, cuando dijo NO a la pintura. Hace años que vivía en una larga crisis, que derivó en otras pequeñas crisis –como la que quizá le hizo renunciar a la pintura–, que desembocaron en una crisis de terrible sufrimiento. Todos esperamos que sea la definitiva. Hace unos días ha venido a hacernos una visita a casa. Estaba tranquila, guapa, mejor...

Hablamos de arte, de pintores, algunos admirados, otros amigos. Nos dijo que estaba recuperando el placer y el deseo de la pintura. Que quizá volviera a pintar, que había comprado, después de muchos años, cuadernos, pinceles, pinturas y aperos, que visitaba exposiciones...

Pensé, contento y un poco emocionado, que el mundo de la belleza y el arte, al que un día ella había renunciado, había venido a salvarla, que no la había olvidado. Ese mundo no es tan potente como el amor, ni tiene sus efectos miríficos, ya lo sabemos. No puede solucionar los problemas que uno tiene consigo mismo y con las personas que quiere. En la mayoría de los casos ni siquiera proporciona ingresos, aunque sean escasos. El arte, sin embargo, nos regala jornadas de enorme placer, una mirada nueva sobre las cosas y las personas, un poco de sentido a nuestra vida. La pintura puede ser un manantial de alegría, de equilibrio y de energía. Les anuncio que es posible que consiga que Bartleby diga SÍ.

Sé que lees este blog, Bartleby. ¡Un abrazo muy fuerte!

domingo, 3 de julio de 2011

HOMBRE Y MUJER

Yo tenía dieciséis años y curiosidades intelectuales. De eso hace una eternidad. Me compraba revistas culturales y de arte. Llevaba unos meses comprando algunos números de la Revista de Occidente. La revista, en su 3ª época, se editaba en folio, con papel grueso y muchas ilustraciones, algunas en color. Aquel formato difería de los que había tenido antes y del que tiene ahora, más parecido al original. Cuando compré el número 19, de mayo de 1977, en la portada aparecían dos esculturas en color, de un hombre y una mujer, con una luz azulada, en lo que parecía el taller de un artista. Debajo, en grandes letras, aparecía “ANTONIO LÓPEZ GARCÍA Y SU OBRA ARTÍSTICA”. Ese era el título del artículo principal de aquel número, firmado por un crítico de arte entonces bastante conocido Santiago Amón, que murió años después en un accidente de helicóptero.

Aquella fue la primera noticia que tuve de un artista que pintaba cuadros de un hiperrealismo fascinante, con una técnica perfecta, fruto de unas dotes portentosas de observar los objetos, la luz, de aguardar el paso del tiempo, de representar la realidad, en suma. Esa realidad que, como dice el propio artista, es inmensamente generosa, pues en ella hay sitio para todos. En las esculturas de la portada, de un hombre y una mujer, llevaba años trabajando, buscando la proporción perfecta. Aquella fue también la primera noticia que tuve de ellas, pero su historia venía de muy atrás.

1966. Antonio López llevaba unos meses trabajando sobre un díptico de un hombre y una mujer de espaldas y decidió trabajar en dos esculturas, de cuerpo completo. No sabe que esas dos esculturas de cuerpo completo, de casi dos metros, le perseguirán toda su vida. Trabaja sin un modelo concreto, avanza, pero no está convencido.

1968. El hombre y la mujer se detienen. El artista está desorientado y decide arrinconarlos. Aquellas esculturas permanecen calladas en su estudio, observándole durante años. Pasa el tiempo.

1973. Retoma el trabajo para una exposición, vuelve sobre ellas, las completa. Los dos cuerpos viajan a Londres, se venden. Pero en la cabeza del artista las figuras permanecen vivas, no están terminadas. Le pide a la nueva propietaria que le permita hacer unos retoques. Ella accede sin haber llegado a tenerlas en su poder.

1977. Siguen las figuras en su estudio. Allí las fotografían para el artículo del número la Revista de Occidente que yo compré.

1990. El hombre de dos metros, que lleva más de veinte años esperando, sigue transformándose lentamente. Ya no es el mismo. Le ha cambiado el tórax, le ha cortado por la mitad y le ha hecho crecer. El cráneo es más grande y las piernas tienen otro carácter. El conflicto, confiesa el artista, es que he empezado la obra sin contar con la persona que respondía a la idea de lo que debía ser esta escultura. He trabajado exactamente al revés de cómo debo trabajar.

Ese pequeño Frankenstein privado, que es fotografiado durante todos esos años, aparece en ocasiones sin brazos, o partido por la mitad. Muchos modelos han pasado por su estudio para prestarle alguno de sus rasgos. El artista busca la proporción justa. A cada cambio se suceden nuevas necesidades de cambio. Cuando piensa que el final estaba cerca, pero siempre se aleja. Cada intervención parece la solución, pero no lo es. El trabajo es eterno, el artista duda.

1993. Las figuras son expuestas en la gran exposición antológica que el Museo Reina Sofía hace del pintor. Pero él no la da por terminada. Las paredes del estudio están llenas de medidas y números, buscando la perfección. Acumula todo un cuaderno de apuntes y bocetos a lápiz de su gran obsesión, al que él llama geografía humana.

Esta obsesión me recuerda el cuento de Borges “Del rigor de la ciencia”, en el que los geógrafos y cartógrafos de un imperio imaginario, en su celo por confeccionar el mapa perfecto, confecciona un mapa imposible de las mismas dimensiones que el imperio, para después abandonarlo a las incidencias del sol y de los inviernos.

“Nunca sueño con mis cuadros, pero algunos veces he soñado con él –confesó el artista–, me perseguía por una calle de Tomelloso. Veía su cabeza sobresali
r entre la gente y yo le esquivaba”. Años después, tiene otro sueño. “Yo estaba frente a él. Entonces, hizo un movimiento y se tiró un pedo”. Mari, su mujer, le tiene que despertar. Antonio está muy agitado.

2011. El pintor no da por acabada su obra pero la expone en una nueva exposición en el Museo Thyssen de Madrid. Ayer me reencontré con las figuras. El montaje permite acercarse a ellas. Me aproximo lentamente. Miro al hombre a los ojos, son de un realismo asombroso. Parece mantener su mirada viva. Quién sabe cuántas cosas habrá observado y escuchado, qué misterios habrá registrado ese cuerpo inerte, observando al pintor en su estudio, viajando esporádicamente, sufriendo los cambios en su figura, que no parecen tener fin. La escultura parece estar viva, ser sabia y haber acumulado la experiencia de muchos años.


Yo vuelvo a casa bastante impresionado por el reencuentro con la escultura del hombre. Espero que, en otra década, tengamos otra ocasión de volver a vernos. Hemos cambiado tanto en estos años... La primera vez que nos encontramos, yo tenía dieciséis años y muchos deseos. Tú tenías once y eras el proyecto de un artista obsesionado con la realidad. Ahora tengo cincuenta y noto el peso del tiempo sobre mi espalda. Según parece, a los dos nos esperan aún muchas cosas por ver y por vivir, tristes y alegres.