jueves, 9 de junio de 2011

LA NAVE DE LOS LOCOS

Nos contaba Michel Foucoult, en su obra Historia de la locura en la época clásica, que durante la Edad Media expulsaban a los locos de las ciudades y los encomendaban a los barqueros que se los llevaban lejos en sus barcas que recorrían los ríos del centro y del norte de Europa. De esta manera mataban dos pájaros de un tiro: se libraban de los pobres dementes y los recluían a la vez.

Debió ser una imagen de gran impacto ver navegar aquellas barcas llenas de seres dementes, aunque en realidad la mayoría serían minusválidos, epilépticos, alcohólicos o simplemente inadaptados, degenerados o antisociales. Sebastián Brandt, en el siglo XV, escribió su famosa obra La nave de los locos, que no era sino una alegoría crítica de los vicios y necedades de su tiempo, por la que pasaban diversos cuadros sociales mostrando las locuras de sus semejantes. La obra tuvo otras secuelas (como el ilustre Elogio de la locura, de Erasmo de Rótterdam), y muchos famosos pintores se inspiraron en dicha obra para pintar cuadros tan famosos como el de El Bosco, que encabeza esta entrada.

Las sociedades de todos los tiempos han tenido siempre miedo a los locos y han buscado la mejor manera de librarse de ellos, pero sin eliminarlos, pues muchos consideraban que estaban tocados por un espíritu divino o diabólico. Pero los tiempos fueron cambiando y empezaron, poco a poco, a ser considerados como enfermos.

Los hospitales, que antaño estuvieron ocupados por apestados o leprosos, quedaron casi vacíos cuando se superaron aquellas epidemias y fueron llenándose de pacientes con enfermedades mentales o venéreas. Allí enseñaban a los locos a aceptar la conciencia social y a reprimir su comportamiento. Los considerados incurables eran recluidos de por vida.


A todos nos ha dado horror conocer las terribles condiciones en las que, desde el siglo XVIII eran encerrados aquellos seres miserables. Espanto y escalofríos producen las cárceles de locos que pintara Goya. Durante el siglo XIX las cosas no mejoraron demasiado. Los tratamientos eran torturas auténticas. En aquel pandemónium predominaban los aspectos represivos y de control social sobre los enfermos mentales, los manicomios eran la auténtica sede del poder médico. Al mismo tiempo, allí se generó el saber que acabaría siendo la ciencia psiquiátrica. El manicomio se convirtió en un espacio de normalización integradora para los sujetos que se adaptaran e interiorizaran la norma moral y social que se les imponía, y en un lugar de encierro permanente para los refractarios a dicho tratamiento. También era un laboratorio de experimentación de nuevas formas de control y de higiene social.

Gracias a los avances del psicoanálisis, la situación empezó a cambiar en el siglo XX pues empezaron a encontrarse tratamientos para enfermos que antes eran considerados casos perdidos. Se descubrió que los traumas eran el origen de muchas enfermedades mentales. Empezaron a humanizarse las condiciones de internamiento cuando se constató que aquellos encierros en celdas oscuras, con cadenas y tratos inhumanos eran contraproducentes para el estado mental de los enfermos. Hoy prácticamente han desaparecido los manicomios de antaño, donde se encerraba a la fuerza a los enfermos psiquiátricos.

Pero, ¿han desaparecido en realidad? Topo esto días con la noticia de que nuestras cárceles están llenas de enfermos mentales, no tan graves como para que no se les puedan imponer las penas de cárcel, pero con unas dolencias que se acentúan sin remedio en un ambiente tan hostil. El número de presos con problemas mentales es tan elevado (42,2% de la población reclusa en España) que el gobierno se ha visto obligado a poner en marcha Programa Marco de Atención Integral a Enfermos Mentales (PAIEM). Los centros penitenciarios no tienen recursos para tratarlos, ni son precisamente el mejor lugar para curarlos. Probablemente muchos han llegado allí porque la sociedad, a la que no se han podido adaptar, ha encontrado en sus delitos una buena excusa para su internamiento, para su control y para protegerse de ellos. Al final resulta que nuestro progreso en este tema, como en tantos otros casos, no ha hecho más que girar en redondo, para volver donde estábamos al principio.

Pienso yo que igual que volvemos a encerrar en cárceles a los enfermos mentales, sería bueno desenterrar el mito de la nave de los locos de nuevo. Recluiría yo en una barca, no a esos pobres enfermos desgraciados, sino a aquellos otros dementes que no son más que seres necios y malos, invadidos por la codicia, la crueldad y la lujuria. Los expulsaría lejos. Me refiero a los políticos corruptos que nos gobiernan y que se embolsan o despilfarran el dinero de nuestros impuestos, a los directivos que estafan a los ciudadanos desde los bancos y las multinacionales, a los vividores y burócratas de prestigiosas instituciones internacionales, a los científicos que ponen su sabiduría al servicio del poder, a los escritores, artistas, periodistas y directores de los medios que se dedican a fabricar ideologías para mejor control social, a cuantos utilizan su autoridad para abusar, incluso sexualmente, de sus inferiores...

Pensándolo bien, esa barca debería ser una inmensa nave, una nave espacial que se lanzara, repleta de seres despreciables, al espacio exterior, a una galaxia muy, pero que muy lejana.