domingo, 3 de abril de 2011

EL EFECTO POTEMKIN


Muchos de ustedes sabrán que la lujuriosa Catalina II, zarina de todas las Rusias, más conocida como Catalina la Grande (1729-1796) tuvo muchos amantes. Pero a los cuarenta y cinco años, tuvo uno que le hizo sentir la sensación de haber descubierto el amor por primera vez. Cayó rendida ante un oscuro militar llamado Gregorio Potemkin. Él era rudo, desgreñado, desgarbado, torpe y maloliente. No era atractivo, pero algunas mujeres reconocieron haber caído presas de su crudo magnetismo animal. A la vez era sumamente inteligente y podía ser entretenido cuando tenía ganas de serlo. Al principio parecía genuinamente enamorado de Catalina y, desde luego, sabía como llegar a su corazón y hacerle sentirse querida. Catalina le confirmó en su puesto de ayudante general, lo instaló a él y a una serie de sus parientes en el Palacio de Invierno y lo recompensó con honores y órdenes. Pronto fue conocido como el Príncipe Potemkin. Aquel fue un momento crucial en el reinado de Catalina.

Años después, en plena guerra contra los turcos, la flota rusa naufragó en el Mar Negro sin entrar en combate (como nuestra Armada Invencible), comprometiendo la suerte de la guerra con Turquía. Las malas cosechas llevaron a la escasez de comida y a la subida de los precios. Una epidemia de peste amenaza a las tropas. Los gastos de la guerra aumentaban la deuda del gobierno. Los detractores y enemigos de Potemkin, que comandaba la flota y que había entrado en una fuerte depresión, acuciaban a Catalina para destituirlo.

En aquella tesitura, y para ocultar el fracaso de su política y la miseria del país, se dijo que en el camino por donde pasaba la zarina en sus viajes, su valido levantaba aldeas falsas, con fachadas esplendorosas edificadas con cartón y pegamento –denominadas supuestamente aldeas Potemkin–. Sus enemigos decían que llevaba a la fuerza a los campesinos de Crimea o contrataba actores de Moscú, para que saludaran simulando alegría al paso del cortejo imperial, y así ocultar la terrible hambruna y el fracaso de sus políticas. Así lo recogieron los informes de la prensa europea, basados en afirmaciones del embajador sajón. La verdad es que la costumbre barroca de aparentar y embellecer las ciudades en las grandes ocasiones con arquitectura efímera (fuentes, carrozas, arcos de triunfo, fachadas...), estaba extendida en toda la Europa de aquel tiempo.

Pero volvamos a la España actual, a ninguno de ustedes le dejarán olvidar que se acerca el día de las elecciones. Y estos días previos, estamos presenciando un alarde de inauguraciones de nuestros políticos. Después de la faena hecha durante la legislatura, parecen satisfechos. No sé por qué, la verdad, porque estos años han sido difíciles. Hemos sufrido la crisis económica y, con ella, han venido bajadas (de sueldos, de pensiones), subidas (de impuestos, de precios, del dinero y de la deuda), pérdidas (de puestos de trabajo, de clientes, de la propia vivienda, de dinero por los impagos y morosos, de muchas ilusiones), despilfarros (ayudas públicas a los bancos que siguen repartiendo beneficios, coches oficiales, televisiones públicas, subvenciones y gastos inexplicables...) y corrupción a raudales. Para colmo iremos a la guerra y con el poco dinero que quede les pagaremos a los partidos políticos la campaña electoral.

Pero nuestros políticos necesitan que les renovemos su contrato y aparecen en la televisión y en los medios con noticias de todos los lugares de este país, inaugurando nuevas infraestructuras: teatros, bibliotecas, líneas de metro, rotondas, palacios de no sé qué, polideportivos, paseos, parques y un sin fin de obras que parecía que íbamos a estar sufriendo durante años y que se acaban de pronto, precisamente ahora. En realidad, muchas de las inauguraciones son de obras o proyectos no terminados; algunos casi no iniciados; muchas inútiles o de dudosa utilidad social..., pero a los políticos les da igual. Incluso inauguran proyectos privados como centros comerciales, parques de atracciones, hoteles o fábricas.

Todo vale para ocultar nuestros problemas tras decorados de cartón piedra. Con eso, y con un poco de demagogia halagadora, para que no se despierte el más mínimo sentido de la responsabilidad personal, y con otro poco de griterío partidista, para no dejar pensar ni debatir sobre los problemas reales, será suficiente, sin duda, para hacernos cerrar los ojos, o deslumbrarnos si los teníamos abiertos. Y así, engañados y contentos, nos pastorearán hasta las urnas, una vez más, con ese efecto grosero, el efecto Potemkin. Igual que aquel príncipe ruso, ellos sí que saben hacer que nos sintamos queridos. Imposible no caer en sus brazos.

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