domingo, 28 de noviembre de 2010

SECRETOS Y MENTIRAS

Una chica negra, cuyos padres adoptivos han muerto, decide averiguar quién fue su madre natural. Tras investigar en el registro civil y en los servicios sociales, se entera de que es una mujer soltera, blanca, trabajadora en una fábrica, que vive en una humilde vivienda alquilada. También se entera de que tiene una hermana barrendera, a la que su madre tuvo y crió soltera.
Después de llamarla varias veces, tienen un dramático encuentro en un bar.
A partir de ese momento, aunque su madre parece una mujer desquiciada que se siente sola, decide conocerla mejor. Empiezan a verse y a salir juntas. A medida que se van conociendo ambas, se van estrechando los lazos entre la madre y su nueva hija. Y se va enterando de su vida.
Su hermana y su madre se llevan fatal, tienen una relación destructiva. El hermano de su madre, su tío, es un fotógrafo y muy buena persona. Ambos hermanos quedaron huérfanos muy jóvenes y se cuidaron mutuamente, hasta que él se casó. Se quieren mucho, pero la madre tiene la sensación de que su cuñada le ha despojado del amor de su hermano, y además intenta acaparar el cariño de su hija, a la que sus tíos colman de atenciones. Lo que pasa en realidad es que la cuñada no puede tener hijos, y añoran uno; por eso intentan suplir la carencia con su sobrina. Su esterilidad es un secreto para el resto de la familia.
Un día su nueva familia celebra el cumpleaños de su hermana en casa de los tíos. Acuden todos y la madre va con su hija reencontrada, a la que presenta como una compañera de trabajo. A los postres, después de haber bebido unas cuantas copas en la comida, confiesa a todos quién es su amiga. El schock familiar es terrible y todos se dicen cosas tremendas y se reprochan sus egoísmos. Entonces el hermano, que llevaba años haciendo de mediador en la familia, confiesa a todos que su mujer no puede tener hijos, que lleva quince años de tratamientos y operaciones sin decir nada a nadie y, dirigiéndose a su mujer, le dice que esa frustración ha estado a punto de destruir la relación entre ambos. Luego, dirigiéndose a todos, estalla, y les dice gritando:
- Nuestras vidas está llenas de secretos y mentiras. Todos estamos sufriendo, ¿por qué no podemos compartir nuestro dolor? Las tres personas que más quiero en mi vida, mi mujer, mi hermana y mi sobrina, se odian y yo estoy en medio. ¡Ya no puedo más!.
Entonces, la madre le cuenta a su hija, que todavía está conmocionada por la noticia de que tiene una hermana negra, quién fue su padre y cómo le conoció, que era un buen hombre y que nunca se enteró de su nacimiento. Su otra hija, también pregunta por el suyo, y su madre le pide que no le rompa el corazón. La cuñada le pide perdón y le dice que le envidia tener hijos. Todos lloran. Días después las hermanas, hasta entonces hijas únicas, empiezan a verse y a charlar con su madre, hablan de sus vidas aunque todavía se sienten algo extrañas. Al final, tras la catarsis, todo parece doler menos.
Les cuento a ustedes este argumento de la excelente película de Mike Leigh, “Secretos y Mentiras”, porque hoy siento que la vida humana es como una continua guerra, en la cual somos atacados por las cosas de fuera, por la naturaleza y por el azar, y entonces los únicos aliados que nos quedan son los hermanos, los padres, los hijos, el cónyuge, eso que llaman la familia...

martes, 23 de noviembre de 2010

LOS HIJOS DEL TRUENO

Patrick Brunty fue un adusto pastor irlandés de familia muy modesta. Era ambicioso, tenaz y retraído. La pasión por el arte y la literatura alimentó sus sueños juveniles. Inicialmente fue aprendiz de tejedor y más tarde maestro de escuela. Llegó en 1802 a Cambridge para estudiar Teología y allí, influido por las lecturas clásicas, rectificó el apellido familiar y lo convirtió, inspirándose en el nombre de uno de los corceles de Helios, en Brönte que significa trueno.

Fue destinado como párroco al pueblo de Hartshed, en el condado Yorkshire. Dicho condado está al norte de Inglaterra. A primera vista, al contemplar ese paisaje en un día soleado de junio, podía parecer una amable campiña inglesa, con sus prados verdes y sus suaves lomas bordeadas por riachuelos. Pero ese espectáculo era un espejismo. Siempre estaba lloviendo, las nubes bajas todo lo cubrían con su siniestro manto y la vegetación, más bien salvaje, impedía pasear si no se conocían los escasos y estrechos caminos que existían entre el barro pantanoso. A menudo soplaba un fuerte y helado viento que hacían las caminatas para aquellos parajes muy inhóspitas. En los días cortos y oscuros de tormenta, si no eran los rayos, podían ser las alimañas las que acabaran con el caminante al que la noche le cogiera desprevenido en aquellos desolados páramos.
El reverendo Patrick fue a vivir a aquel lugar con su mujer, Mary. Tuvieron cinco hijas y un hijo. Consideraba pecaminoso el placer más inocente, hasta el punto de que alimentaba a su prole a base de patatas y quemaba los zapatos de sus hijas si le parecían demasiado elegantes. Este régimen de correccional no fue compensado por la ternura materna, puesto que la madre murió de cáncer en 1821, cuando la hija menor apenas si tenía un año. Poco a poco la viudedad y quien sabe si sus frustraciones literarias fueron convirtiéndole en un ser seco, intolerante y amargado. Sus hijos eran muy pequeños, en realidad componían una prole enfermiza y muy precoz. La familia quedó confiada a los ásperos cuidados de una tía materna. Allí se criaron los niños, de cualquier manera, en medio de los silencios y en las voces de aquella naturaleza, entregados a la lectura, al dibujo y a una serie de fantasías y juegos cuyo código secreto los transportaba a países imaginarios.

Cuatro años después, en 1825, murieron de tuberculosis las dos hermanas mayores (Mary y Elisabeth), a causa del deficiente trato recibido en el instituto de Cowan Bridge para hijos de eclesiásticos, centro docente al que Patrick Brönte había mandado a estudiar a las hijas.
En 1839, Anne, la hija menor, impulsada por el afán de crearse una vida independiente, trató de emplearse como institutriz y, durante los años pasados en calidad de tal en distintas casas tuvo la triste experiencia de trabajar en la misma casa en la que su hermano Branwell era preceptor, y de donde tuvo que verle expulsado por inmoralidad. El hijo varón fue el único a quien el padre, ante sus anomalías y defectos, había tratado con excesiva condescendencia, que contrasta con la rigidez que tuvo con sus hijas, siguiendo los principios imperantes en la época, que tendían a menospreciar el talento de las mujeres y frenar en ellas cualquier conato de independencia.
En 1842, Emily la siguiente hija en edad, fue mandada a estudiar con su hermana Charlotte al Pensionado Héger de Bruselas, para aprender francés, decididas a ganarse la vida con la enseñanza. Pero pronto tuvieron que volver a su casa por la muerte de su tía. Para Emily fue una época de amargo destierro, torturada por la nostalgia de su agreste país. Charlotte sin embargo volvió un año más tarde al pensionado, encontró un empleo y se enamoró del director, aunque ese amor no pasó de platónico. En 1844 regresó a Haworth, al hogar paterno, donde falló su proyecto de fundar una escuela.

Las tres hermanas Brönte, Emily, ardiente y reconcetrada, Charlotte, serenamente romántica y sutilmente irónica, y Anne, apacible y dulce, compartían la pasión por la poesía y la literatura; todavía adolescentes las tres muchachas escribían versos y relatos fantásticos (el ciclo narrativo Legends on Angria). En 1846, gracias al interés de Charlotte, publicaron una colección de versos de las tres hermanas: Poesías de Currer, Ellis y Acton Bell, seudónimos que coincidían con las iniciales de sus nombres y apellido. Sólo se vendieron dos ejemplares del libro. Aquellos versos no buscaban sino el desahogo de sus apasionados sentimientos en el arte.

Después de aquello, siguieron escribiendo cada una por su cuenta. Escribieron novelas. Anne: Agnes Grey, y La inquilina de Wilfell Hall; Emily: Cumbres Borrascosas, novela que apenas tuvo relevancia en su día y que hoy todavía se lee con pasión y escalofrío. Charlotte escribió El profesor, y después Jane Eyre.
Las desgracias no parecían querer abandonar a aquella familia. Su hermano Branwell, que las había retratado en el cuadro que ven, cada vez estaba más embrutecido y dado al vicio, debido al abuso del alcohol y del opio. Se daba a terribles accesos de cólera. Se parecía mucho al Headcliff de Cumbres Borrascosas. En 1848 murió de “delirium tremens”. Emily fue la que mejor le había comprendido. Cogió frío en su entierro y se metió en casa, negándose a que la viera un médico, a comer y casi a hablar. A medida que se consumía, soportó durante tres meses los dolores con duro estoicismo, y sólo dos horas antes de morir, después de haberse levantado y vestido penosamente, permitió que fuera llamado un médico.
Anne murió al año siguiente, con veintinueve, también de tuberculosis. Ante la inminencia de la muerte escribió una memorable composición lírica: Espero que con los fuertes y valientes.

Charlotte había obtenido un notable éxito con su novela Jane Eyre. Se sobrepuso al dolor y a la soledad, que quedaron reflejados en su novela siguiente Shirley; el eco de su amor insatisfecho reaparece en Vilette, al decir de los críticos su obra más madura, que se publicó en 1853. Ese mismo año murió el padre y su hija se casó con el asistente parroquial de su padre, el reverendo Nicholls. Su débil constitución, empero, no resistió mucho tiempo y murió en el primer embarazo en 1855, a los treinta y ocho años.

El reverendo Patrick Brönte, el trueno, tuvo la triste experiencia de ver morir a casi todos sus hijos. Su espíritu religioso quizá le deparara consuelo en su desgracia, pero también es probable que agravara su sentimiento de culpa por el mal que les hizo, por el amor que no les dio. Sin embargo, transmitió a sus hijos la pasión por el arte y la literatura. Y gracias a esa pasión estas hermanas extraordinarias superaron todas esas circunstancias, además de las que toda mujer tenía entonces para acceder a las actividades artísticas. Para poder seguir escribieron, escribieron desesperadamente. Crearon mundos tristes y desgraciados, llenos de adversidades, donde la gente amaba con pasión y sufría trágicas calamidades. Imaginaron mundos fantásticos. Invocaron a la muerte como única salida. Inventaron la felicidad en la esperanza, pues siempre llegaba, después del drama y del dolor. Su poesía está llena de sentimiento romántico.

Conocí a las hermanas Brönte, como supongo muchos de ustedes, a través de las películas que sobre sus novelas se hicieron. He sido su lector tardío e ignorante, pues desprecié ese mundo melodramático que representaban, hasta que cayó en mis manos Cumbres Borrascosas. Quedé subyugado. Y ahora que me entero un poco sobre sus vidas, y veo los terribles paralelismos con sus personajes, me hago muchas preguntas. ¿Acaso hay en la historia de la literatura ejemplo de familia igual? ¿De dónde sacaron la fuerza y el genio literario? ¿Acaso de la soledad, la tristeza y del desamor de aquella familia? ¿O de la fiera educación recibida? ¿De los páramos borrascosos de Yorkshire? ¿Quizá de la bondad que transmitió en sus genes una madre a la que casi no conocieron? ¿Su genio salió a pesar del padre, o gracias a él? No sigo. Tanto se ha escrito, hablado y filmado sobre ellas, que nada puedo añadir. Sin embargo, el misterio continúa. Acaso una de las maneras de resolverlo sea visitando el Museo Brönte, en Haworth, que está a trasmano de todos los caminos. Algún día haré ese viaje a Inglaterra y quizá me pierda por aquellos páramos buscando respuestas.

viernes, 19 de noviembre de 2010

¡OH, LA ÓPERA!

Algunas personas sufren aversión a la ópera. Sólo acuden a los teatros donde se representan esos dramas musicales, cuando no han podido evitarlo, y sólo para confirmar una vez más que, para ellos, son el colmo del aburrimiento y del mal gusto. Y me refiero a personas cultas, amantes de la música, y que disfrutan de ella tranquilamente en casa escuchando discos. Mejor sería decir que “todavía” disfrutan de ellos antes de que terminen de desaparecer.

Al escuchar los discos, los melómanos hacen de la música un objeto de su propiedad, utilizándolo como les viene en gana, sin tener que aguantar las restricciones, incomodidades e impertinencias de la ejecución musical en un teatro de ópera o de una sala de conciertos: hay que ser puntualísimos, los asientos son incómodos, no se puede hablar, ni comer, ni beber, ni toser, ni parar la música, ni saltarse los fragmentos aburridos. Si aún en esas condiciones algo les gusta, solo pueden comentarlo o aplaudir al final, cuando el entusiasmo ya ha pasado. Entonces todos se ven obligados a aplaudir durante largos minutos, hasta que le escuecen a uno las manos. Si hablamos de música pop o rock, hay que aguantar violentos baños de multitudes sudorosas, esfuerzo que requiere ser muy joven, pues sólo a edad temprana se tiene el exceso de salud física y el defecto de salud mental necesarios para soportar semejante suplicio.

Ellos piensan que con los discos, igual que con muchas conservas o con el vino, se obtienen productos muy superiores a los naturales, pues gracias a la posibilidad de montar los fragmentos correctos, en el disco se eliminan los errores del intérprete. Intérprete que suele ser mejor que aquel al que solemos poder contemplar en directo. La calidad del sonido es un inconveniente que la tecnología ha mucho tiempo que superó.

Si de deleitarse con la música se trata, ellos se preguntan: ¿qué placer puede compararse al de escuchar el fragmento preferido, tumbado en el lecho, acariciando con una mano el pecho de la amada y con una buena copa en la otra? [Perdonden, me gustan las mujeres, a quienes les gusten los hombres que toquen donde quieran].

Estas ventajas son de carácter social. Pero es que ellos encuentran también razones de orden estético para preferir el disco. Consideran que el intérprete de un drama musical es un mal actor que con su actuación no hace sino empañar una audición que encomendada a gestos y palabras pierde buena parte del poder que tiene la música para transmitir sensaciones. La música en presencia del intérprete es algo parecido a la pintura en presencia del guía del museo, del que se puede prescindir, es cierto, pero a costa de un esfuerzo supletorio para evitar sus molestias.

Piensan que es en la ópera donde el colmo del esperpento puede llegar a un grado sumo. Y es ahí donde el disco presta su mejor función: conserva la interpretación y suprime al intérprete, el montaje, el escenario o, en una palabra, el drama musical. Si el intérprete es un mal actor –afirman–, el de ópera suele ser grotesco; sus gestos banales y grandilocuentes nunca se acuerdan de la sutilidad de la melodía, les gustaría que sólo moviera los miembros que requiere el instrumento. Pero no, el intérprete no puede evitar transmitir con el gesto la experiencia por la que está pasando su alma. Y ese gesto, siempre, siempre, es desafortunado. ¿Qué no tiene que hacer la música para superar el deplorable efecto inicial de una Isolde de 120 kilogramos con una túnica blanca y largas trenzas de oro hilado, o de un Pizarro de bayeta, rodeados de cartón piedra, yelmos de latón y un pueblo que corea y al unísono alza sus brazos para celebrar el triunfo de la inocencia?

De los libretos no quieren ni hablar, pues sus textos les suelen parecer muy mediocres y, cuando no es así, su servidumbre al poder de la música, acometida en tan atroz espectáculo, les parecen meros pretextos para alargar el drama. Por que sí, porque, además de todo eso, la mayoría de las óperas se les hacen larguísimas, interminablemente aburridas. Los que no les gusta la opera se preguntan: ¿existe algún artículo de la tan cacareada cultura artística europea que de peor manera responda a su fama como la ópera?

Hay personas que así piensan, con el escritor Juan Benet a la cabeza, que escribió estas reflexiones en su ensayo titulado La moviola de Eurípides.

Yo por mi parte todavía recuerdo con horror mi iniciación a tan difícil arte cuando tenía diecinueve años: Un Lohengrin interminable y una Montserrat Caballé esperpéntica bailando la danza de los siete velos en Salomé. Para que vean que no exagero, ahí les dejo con el vídeo del baile, que debería haber sido sensual y excitante, pero en el que "cometen" una interpretación de código penal, a pesar del texto de Oscar Wilde y de la música de Richard Strauss.


No soy gran aficionado a asistir a la ópera, pero he disfrutado mucho casi siempre que he ido. Conseguí superar el trauma inicial. Inténtelo, igual a ustedes les da resultado. Si no, no tenga complejos en reconocerlo. Consigan el disco o lo que lo sustituya, y escuche la ópera tranquilamente. Si aún así no lo consiguen, siempre pueden reírse pasando Una noche en la ópera.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

RIIIING! (FINAL)


Abrió la puerta. Encontró a un hombre alto, de mediana edad, escoltado por un par de fornidos mozos con la bata blanca.
- Hacía mucho tiempo que te andábamos buscando, Rosario. ¿Dónde te habías metido? No debiste irte de la clínica sin decirnos nada.
- Menos mal que ha venido, doctor González –respondió ella arrojandose en sus brazos–, le juro que no sé lo que ha pasado. He perdido la memoria de todos estos días. Me encontré sola en esta ciudad, y después ya no supe donde localizarle ni como volver al manicomio - dijo el hombre.
Ella sintió un gran alivio que le relajaba todos sus músculos. Después de tanta tensión no podía dejar de llorar.
- Han pasado nueve meses. Ni tus padres ni tus amigos sabíamos nada de ti. Hemos estado buscándote por todos lados. Anda ven con nosotros y me vas contando que has hecho durante todo este tiempo.
- No me acuerdo de nada, doctor -mintió ella-, menos mal que ha venido a rescatarme.
Cuando cerraban la puerta de su apartamento miró hacia atrás de reojo. En sus labios se esbozaba una sonrisa misteriosa, un punto siniestra... Nadie se acordó de los peces.

domingo, 14 de noviembre de 2010

LA TERTULIA


Se llamaba Matilde. Tenía dieciocho años y una inteligencia desbordante. En aquella época las mujeres que acudían a la universidad iban en aumento, sobre todo en las facultades de letras. La República parecía estar cambiando muchas cosas. No todos los días aparecía por clase, pero llevaba consigo siempre, entre los cuadernos y libros de texto, algún libro distinto, una novela o un libro de poemas cuyo título y autor, que me gustaba espiar, eran para mí generalmente desconocidos. Leía en cualquier lugar y siempre que tenía ocasión. Parecía como si los momentos que pasaba en clase, charlando con nosotros, caminando por los pasillos de la facultad, o esperando el tranvía, siguiera su mente embebida en su lectura, de la que no se había desprendido, lo que le daba un aire ausente y distraído. Sus escasas respuestas y comentarios siempre eran acerados, fulgurantes, profundos y divertidos.

Casi no pude llegar a conocerla. Yo, a pesar de mi edad, no había salido aún de la adolescencia, y era de una timidez enfermiza. Ella tenía mi edad, pero a mí me parecía mucho mayor y más madura. La admiración que profesaba por aquella chica es lo más parecido que he conocido a un enamoramiento estúpido. Y digo estúpido, porque así era como me sentía cuando ella se me acercaba o cuando me hablaba. Un día, se puso a reír de no sé qué y distraídamente me puso una mano en el pecho. Si ustedes no han sufrido nunca un ataque al corazón no saben de lo que hablo. Creí que me daba algo. Ella debió de notar las palpitaciones violentas que su gesto inconsciente provocó y me miró a los ojos observándome.

A la semana siguiente, el último día del curso, llegó tarde y se dirigió donde yo estaba para sentarse a mi lado. Cuando la clase terminó me dijo que todos los meses se celebraba una reunión social en casa de su madre y que ella aprovechaba para invitar a algunos amigos.

Supe después que su madre era una bibliófila cultísima, y que gracias a su viudez y su fortuna, había disfrutado de una libertad inusual en aquella época. Hablaba idiomas y su casa estaba atestada de libros, muchos de ellos en inglés, italiano y ruso, pero sobre todo en francés y alemán. Conocía a muchas personas del mundo de las letras, que se reunían en su casa para charlar, casi todas más jóvenes que su madre. Allí se leían poemas o se representaban piezas de teatro, pero sobre todo se hablaba, se reía y se comía y bebía en abundancia. Su hija, aprovechando el evento, organizaba por su cuenta una tertulia ajena al mundo de los mayores. Quería que el próximo jueves fuera yo.

Esa tarde me costó llegar a su casa. Hacía calor pues acababa de empezar el verano. Estaba en un barrio apartado del centro, en una de esas colonias de hotelitos de dos plantas que había en las afueras de la Madrid. En el salón de la casa, totalmente forrado de libros y de cuadros por todas partes, me presentaron a los allí presentes. Todos eran literatos, actrices, políticos, deportistas olímpicos o intelectuales conocidos. Eran de todas las edades y no se parecía a las personas que yo había conocido durante mi corta experiencia. Había muchas mujeres solas, también originales y especiales a su manera, sospechosamente extravagantes hubieran dicho mi madre y mis tías.

Después de estar un rato con los mayores, Matilde me sacó de allí y me subió a una habitación donde esperaba a sus amigas. Fueron viniendo una por una, al final eran cinco. En aquella tertulia de mujeres me sentí que estaba fuera de lugar, cosa que, por otra parte, me ocurría a menudo. Al principio se habló de unas cuantas cosas sueltas: el argumento de una obra de Lorca, que acababan de estrenar, los amores desgraciados de una prima de Albacete, de un flirt en el último baile, o las lágrimas del que fue su común profesor de literatura en el bachillerato cuando les leyó el último capítulo de El Quijote. También se habló de que habían ido por primera vez a una corrida de toros y que les había parecido brutal. Aquellas mujeres eran distintas a las demás, fumaban y hablaban sin pudores estúpidos. A aquellas mujeres, sus familias, excepto la de Matilde, les habían destinado una educación “decorativa” destinada a crear una familia y hacer la vida y la casa agradable a algún un hombre de su clase. Todas se habían rebelado contra aquel papel subsidiario y lacerante. Eran las mujeres más libres, más cultas, más seguras y más atractivas que yo había conocido jamás.

Aquella tarde, Matilde pidió a cada una de ellas que, en mi honor, me leyeran cosas suyas. Ellas se pusieron serias, fueron leyendo trozos de sus escritos. Algunos pasajes llegaron a turbarme. Todas tenían vocaciones literarias y, bien en la poesía, bien en la novela o bien en el teatro, esperaban despuntar algún día. Comentaron sin tapujos sus opiniones sobre lo que acababan de escuchar, no siempre favorables. Se habló después de noticias y de viajes, de las nuevas obras que iban descubriendo y de cosas curiosas como los teatros de la memoria o el movimiento perpetuo... Las intervenciones de Matilde eran de lo menos convencional, era la que más cosas originales y sorprendentes nos contaba. Probablemente bebía de la fuente de los amigos de su madre.

Yo permanecí callado durante casi todo el tiempo. No me atreví ni siquiera a decir a aquellas muchachas que yo también quería ser escritor, que pasaba noches enteras de insomnio escribiendo cuartillas sin fin, que luego destruía al amanecer, y lo que me hubiera gustado pertenecer a una tertulia como aquella.

Cuando se hizo de noche nos despedimos de los invitados de su madre, que seguían su fiesta y me fui con las amigas de Matilde a coger el tranvía. Antes de despedirme, ella me pregunto:

- ¿Te has divertido? No has dicho casi nada en toda la tarde.

- Me lo he pasado fenomenal, pero me has dado mucho en qué pensar. El próximo día quiero hablar contigo.

En realidad estaba pensando en desvelarle mi pasión literaria, pedirle ayuda, pues yo era más consciente que nadie que tenía que salir de mí y confrontar lo que sentía y lo que escribía con los demás. Matilde y sus amigas podían ser un primer paso, para mí fundamental.

No me di cuenta de que ya había empezado el verano y de que habían terminado las clases, único lugar donde nos veíamos. Hasta septiembre no volvería a reanudarse la tertulia. Estuve varias semanas rondando por aquel barrio y espiando la casa, sin atreverme a llamar a su puerta. No se habían ido todavía de la ciudad. Un día, era 18 de julio, me decidí ir a su casa y preguntar por ella, necesitaba su compañía. Fue entonces cuando saltó la noticia de que un grupo de generales se habían sublevado contra el gobierno de la República. Todo era alboroto en las calles y en las casas. Olvidé mis afanes, trastornado por el acontecimiento. Después de aquello, ya saben, nada volvió a ser como antes.

Así acabaron mi vida de estudiante, mis afanes literarios y mi amor por Matilde, sin apenas haber nacido. La casa fue ocupada por milicianos en la guerra. Su familia nunca volvió a vivir en ella. Probablemente se exiliaron. Durante todos estos años me he preguntado, en mi trabajo en la imprenta, qué habría sido de las mujeres de aquella tertulia.

Rafael Michelena Ibarra
Recuerdos y olvidos, 1962.

martes, 9 de noviembre de 2010

ENTREACTO EN BABEL


Para Blanca y Lucas

Comedia. Pieza breve especialmente idónea para ser representada entre dos actos de cualquier drama.

EscenarioInterior de una posada en Babel. Un enorme ventanal deja ver un prado y las montañas al fondo. Otoño. Lluvia del norte. Los árboles tapizan las verdísimas praderas con sus hojas de colores dorados, ocres, rojos..., que el viento esparce. Las nubes pasan raudas por el cielo. En el salón, repleto de libros, crepita la chimenea. Decoración: paredes de colores, muebles antiguos y modernos, un piano, juegos en el rincón.

Personajes
Un grupo de once amigos
El posadero
La posadera

Argumento
Unos cuantos amigos pasan juntos el fin de semana en una posada mágica. Todos ellos, de alguna manera, están curtidos en el andar y desandar caminos. No son jóvenes ni viejos. Todos se unieron fortuitamente algún día y llevan ya unos cuantos años divirtiéndose juntos, acompañándose en sus tribulaciones. Saben de la importancia de su amistad, que les proporciona alegría, distracción y calor.

Igual que ellos, en la Posada de Babel muchos son los que han encontrado un lugar donde jugar y conversar juntos, donde disfrutar y pasear la naturaleza, donde huir a descansar y a reír. Los posaderos ofician siempre discretamente sus rituales para hacer agradable la estancia a sus huéspedes. Cuentan que por esa posada han pasado cientos de personas; algunas conocidas, como escritores y poetas, directores de cine y actores; otras muchas interesantes y desconocidas. Nada desagradable parece haber ocurrido nunca en aquel lugar. Allí también se respira la felicidad de la familia de los posaderos.

Los amigos entran y salen cada día. A la vuelta en la posada, hablan de excursiones y paisajes maravillosos, ríen las bromas de la jornada, que la lluvia no consigue chafar. Ese fin de semana los posaderos sienten que algo más está pasando. Hacía mucho tiempo que no sentían tan intensamente la necesidad de agradar, de dar cariño. Aíslan al grupo del resto de huéspedes. Les hacen sentirse especiales. Ella les sirve la comida y la bebida, va a por leña y por limones, enciende cada tarde la chimenea, asa castañas. El posadero les aconseja excursiones y lugares, les cuenta historias, les prepara las cenas, pide a una vecina que prepare un dulce especial. Son mil detalles. Pero él no está satisfecho, quiere algo más: en la última noche reúne a todos e intenta oficiar de mago y pronunciar su conjuro de la felicidad. No le salen las palabras por la emoción, pero llegan igual al corazón de los amigos que quedan en silencio, sonrientes. Al día siguiente todos marcharán agradecidos. Cae el telón.

martes, 2 de noviembre de 2010

OPTIMISTAS


Todos ustedes habrán oído a muchos decir que las cosas siempre van mal, que no logramos alcanzar nuestros deseos, que nuestros proyectos, algunos de largo aliento, casi siempre se van al traste, que nos aquejan males y carencias de todo tipo: enfermedades físicas, enfermedades mentales (o sea, físicas también), escasez y carencias, frustraciones, soledad..., y que al final, si hay suerte, tras un lento envejecer y muchas pérdidas, nos espera la muerte.

Contra este arsenal de calamidades, ni filósofos, ni poetas, ni científicos saben decirnos cómo encontrar la felicidad, a pesar de todo su amor a la sabiduría, de toda su sensibilidad y su arte, de todo su conocimiento. Nadie nos da pistas de dónde anda la felicidad en este mundo y mucho menos de cómo llegar a ella. Por añadidura, el desprestigio cultural del optimismo es total, pues el único pensamiento y sentimiento digno del inteligente y del culto, es el pesimismo, la angustia vital. “El pesimista –dijo Benedetti– no es sino un optimista bien informado”. “Ser feliz y artista, no lo permita Dios”, diría Machado. Los religiosos, que también creen que la empresa es imposible en este valle de lágrimas, nos invitan a esperar la felicidad en la otra vida.

Totalmente desalentados de dar respuestas a esa búsqueda, y no sin cierta lógica, los científicos pensaron que debían centrarse en solucionar, además de las enfermedades físicas, males como la depresión, las fobias, o los problemas sexuales, que eran los efectos naturales en los que el hombre, al ser consciente de su desgracia, caía con frecuencia. Esta obsesión en el ser humano con problemas, fue degenerando, con Freud a la cabeza, en una concepción esencialmente patológica del mismo: salvo contadas excepciones todas las personas parecían estar llenas de conflictos inconscientes, de déficit de habilidades, de tendencias perversas más o menos reprimidas, de pulsiones orales y anales, de deseos de matar al padre, de acostarse con la madre, miedo a la castración, deseos narcisistas o de comer mierda. Los psicólogos y psiquiatras habían sido entrenados sólo para ver lo negativo y lo disfuncional, y en consecuencia, muchos eran absolutamente incapaces de ver ningún aspecto positivo en las personas a las que trataban. En resumen, los primeros que debían haberse tratado de pesimismo patológico... ¡eran ellos!
Ajenos a todo este bagaje científico, siempre ha habido locos que han vivido empeñados en su imposible tarea de ser felices. Aparentemente su comportamiento no tiene fundamento, ni siquiera su fe da respuestas consistentes. Si tantos sabios han sentado lo inútil de sus empeños, entonces, ¿a qué se viene su optimismo?, ¿por qué sonríen?, ¿qué les divierte tanto?, ¿cuáles son las causas de su bienestar? Sin embargo, debido a lo desinformados que están los optimistas, son incapaces de centrarse en las partes oscuras de nuestra vida y nuestra personalidad –la sombra lo llamaban algunos–, tienen una tendencia irrefrenable en centrarse en los aspectos positivos, sin razón de ser.

¿Sin razón de ser? La verdad es que algunos científicos más observadores, después de mucho tiempo se dieron cuenta de que había más de un tipo de inteligencia. Sus investigaciones les llevaron a concluir que esos optimistas tontos están más satisfechos con sus vidas que los demás y superan mejor las dificultades, los traumas o las pérdidas. Quizá se debe a que dedican más tiempo a construir una red de relaciones sanas y con un alto grado de intimidad y confianza, que se centran más en los pequeños placeres y gratificaciones de su vida cotidiana, que trabajaban y, por eso, son capaces de concentrar su atención mejor en la tarea que tienen delante, en el presente, sin atormentarse por el pasado ni angustiarse por el futuro. Sonríen a menudo, lo que les proporciona placer, no digamos a los que tienen alrededor. Todo eso les depara una mayor sensación de bienestar a largo plazo, más equilibrio mental, más salud física. Llevan, así de cualquier modo, una existencia que se parece más a la felicidad, y más inteligente que el resto.
Mi abuelo, que era otro optimista, me enseñó que el único saber realmente importante es saber vivir y que los demás conocimientos deben estar subordinados a eso. Para eso debe servir la cultura. Creo que tiendo a olvidarlo. Cada vez que lo hago, pago las consecuencias cayendo en el pesimismo y en la tristeza. Por suerte, el recuerdo de mi abuelo y la luz de su perenne sonrisa son muy potentes.