domingo, 27 de junio de 2010

ME GUSTA EL MUS

Para Mar y José Luis

No pasé mis años de juventud, como otros a mi edad, jugando al mus en la tasca del barrio, ni en el bar de la facultad; no pertenezco a ninguna peña ni club de mus; no he alzado trofeo alguno con las cartas. Una arraigada tradición musolari dice que la primera característica de un jugador de mus es la fanfarronería, a pesar de ello, confieso que no soy buen jugador de mus, lo que no impide que, cuando gano, me proclame el más sagaz y sabio de los jugadores, y cuando pierdo, el más desafortunado con las cartas.

Comencé a jugar con asiduidad al mus con Abril, un verano hace quince o veinte años. Estábamos veraneando en una casa frente al mar, en el Cantábrico. Estaban pasando unos días con nosotros, mi amigo Fernando y su mujer. Nuestra hija mayor era muy pequeña y no teníamos con quien dejarla para salir por las noches. Fernando y yo decidimos a enseñar a nuestras mujeres a jugar al mus. El caos se apoderó de nuestras partidas, se sucedían todo tipo de errores, había desorden y confusión en el juego. Aquello provocaba a cada momento que Fernando y yo no supiéramos a qué estábamos jugando y abroncáramos a nuestras mujeres. Ellas decidieron hacer pareja y la cosa empeoró terriblemente: lograban jugadas inverosímiles, en cada mano cuando la suerte inesperada no les ayudaba, resultaban beneficiadas por sus propios sus errores. Nuestra desesperación y su alegría desbordada, provocaron que llegaran la risa, las bromas y el buen humor. Cenábamos cada vez más temprano para adelantar la partida, pues la diversión estaba asegurada. Al final del verano conseguimos que ellas aprendieran un poco y conseguimos ganar alguna vez.

Desde entonces para mí el mus es un juego que ha estado unido inseparablemente a las satisfacciones de la amistad.

Estos meses de reclusión forzada y convaleciente en casa, en la que nos pesan tanto las ropas que no podemos ni salir de paseo, unos buenos amigos vienen a vernos a casa muchos fines de semana. Vienen cargados de viandas y bebidas, y en seguida nos aprestamos a jugar nuestra partida. Sus visitas están siendo una distracción a nuestras desgracias. Son vascos y, aunque parezca increíble, les tuvimos que enseñar a jugar hace ya unos años, en otro memorable verano en el Ampurdán que pasamos con ellos. Su amistad nos proporciona compañía y diversión, dos cosas poco accesibles para el que sufre.

El mus sigue siendo, una vez más, ese vínculo divertido y poderoso que tanto me agrada tener con los amigos. Me divierte soltar las pullas de siempre y replicarles con frases como: “la jugada del tío Perete”, “a la mano con un pimiento”, “ahí hay un cuarto para llorar”, “tran-tran”, “barbas”, “escopeta y perro”, “muerte dulce”, “Toribio”, “la raya”, “un envite es un convite”..., y tantas otras. A música me suenan. Gracias amigos.

jueves, 24 de junio de 2010

LA TRIBU DE LOS CLERCKS

En mis inquietudes adolescentes, cuando perseguía el conocimiento a través de la cultura, me compré un librito sobre el surrealismo. Ilustraba su portada el cuadro de Magritte: Reproducción prohibida (retrato de Mr. Edward Jones), en la que se ve a un hombre de espaldas frente a un espejo en el que también se refleja la imagen imposible de su espalda. Sobre la chimenea, el libro de Edgar Allan Poe La aventura de Arthur Gordon Pym.Yo entonces apenas sabía quién era el pintor belga René Magritte (1898-1967) y había leído muy poco de Poe. Aquel feliz encuentro con esos dos genios, que se produjo cuando todavía tenía edad para descubrir mediterráneos, aún me sigue aportando alegrías hoy.E.A. Poe en su relato Un hombre de la multitud, nos cuenta que un hombre observa a la multitud que pasea por la calle, y va clasificando los diferentes tipos que contempla. En su relato, el protagonista presta atención al modo de caminar y de moverse de cada uno, a su atuendo. Ahí creó tipo de oficinista (fellow-clerck), precursor del ciudadano burgués de los siglo XIX y XX: empleados de las firmas sólidas, viejos tranquilos. “Se los reconocía por sus chaquetas y pantalones negros o castaños, cortados con vistas a la comodidad; las corbatas y chalecos, blancos, los zapatos, anchos y sólidos, y las polainas o los calcetines, espesos y abrigados.” En un momento del relato, el protagonista se fija en un personaje al que decide seguir, sin verle más que la espalda, durante una inacabable persecución que dura todo el día y toda la noche. Uno de los misterios de las pinturas de Magritte, tal y como haría Poe en su narración, son las reiteradas imágenes de hombres de espaldas o con el rostro oculto. Siempre han causado en mí una profunda impresión. El pintor contempla a su víctima desde atrás, mientras esta camina hacia un destino misterioso, si es que lo tiene.El mundo de Magritte, a lo largo de toda su obra contiene siempre al misterioso hombre invisible con bombín y abrigo negro, paseando o en interiores, solo o en grupos, donde una multitud de ellos desciende sobre la ciudad. ¿Quiénes son esos personajes que aparecen en sus pinturas? Anónimos, con traje negro, con sombrero hongo, de espaldas. Ahí están sus enigmáticas pinturas La tarjeta postal, El maestro de escuela, Ensoñaciones de un paseante solitario, La canción de la violeta, Golconda y tantas otras. ¿Por qué no podemos verles el rostro a la mayoría de sus figuras?
Cuanto uno más observa su obra, uno comienza a comprender que hay que evitar todo intento de resolver puzzles. Las reminiscencias poéticas y filosóficas de su obra surrealista, nos tientan a situar su trabajo dentro de un contexto biográfico, pero la vida privada de Magritte permite poca introspección psicoanalista, pues el artista siempre prohibió ese tipo de investigaciones. Ni siquiera nos permite llegar a demasiadas conclusiones el suicidio de su madre, cuando él tenía trece años, ahogada en el río Sambre, tras varios intentos, razón por la cual su padre la tenía encerrada en su dormitorio. La persecución del personaje misterioso, como en el cuento de Poe, no abre más que interrogantes e inquietudes.Este hombre solitario, misterioso y ensoñador, que aparece una y otra vez en su obra, puede ser trasunto del propio pintor. ¿Acaso representa la necesidad de la razón en un mundo extraño y cada vez más inexplicable y complejo? Verle de espaldas siempre suscitó en mí una sensación incómoda, de identificación con la soledad. También me imaginaba entonces que esas figuras eran representantes de la uniformidad de los burócratas y la mediocridad, infelices y con un alma oprimida: la tribu de los Clerks; a la que yo no quería pertenecer de ninguna manera. Las visiones de sus figuras anónimas unas veces me hacen imaginar que fueran a darse la vuelta y descubrir nuestro propio rostro en ellas; otras, que no tuvieran rostro y fuéramos a descubrir en su interior nuestro vacío, o la verdadera materia de la que estamos hechos nosotros o nuestros sueños. El punto álgido del cuento de E.A. Poe, se produce cuando finalmente se puede contemplar el rostro del extraño personaje objeto de la persecución. No se lo pierdan. De nada.

sábado, 19 de junio de 2010

SUS SECRETOS MURIERON CON ÉL

Antonio Stradivari nació en 1641 en la ciudad de Cremona, Italia. Cuando se inició en el arte de fabricar violines, los lutieres formaban parte de una tradición cuyos modelos para el tallado de la tabla, la tabla armónica y el clavijero de los instrumentos de cuerda eran los que había establecido Andrea Amati un siglo antes. Sus discípulos se mantenían fieles a estos maestros de Cremona. Probablemente Stradivari fue desde 1667 uno de los aprendices de esa casa, regentada entonces por Niccolò Amati. Aunque existían libros sobre el tallado de estos instrumentos, el aprendizaje y la formación técnica implicaban el contacto directo con los instrumentos y la explicación oral transmitida de generación en generación.

En 1680 instaló un taller por su cuenta en la Piazza San Domenico de Cremona, en el mismo edificio que su maestro, y pronto adquirió fama como hacedor de instrumentos musicales. Comenzó a mostrar originalidad, y a hacer alteraciones a los modelos de violín de Amati. El arco fue mejorado, los espesores de la madera calculados más exactamente, el barniz más coloreado, y la construcción del mástil mejorada.

Aunque fue un innovador, el taller de Stradivari tenía también reminiscencias del pasado, con sus oficiales y aprendices, entre los que se encontraban sus hijos Omobono y Francesco, quienes no se casaron y pasaron toda su vida adulta en la casa de su padre como sus siervos-herederos.

Normalmente la tarea de los más jóvenes consistía en el trabajo preparatorio, como impregnar de agua la madera, moldearla toscamente y cortarla de manera aproximada; los oficiales de nivel superior realizaban la talla más fina de la tabla, montaban el clavijero; mientras que el maestro se hacía personalmente cargo del ajuste final de las partes y el barnizado, última capa protectora de la madera y garantía final de su sonido. Pero Stradivari estaba presente en todas las fases de su producción. El maestro andaba en constante movimiento por el taller, y se ocupaba en persona de los detalles más insignificantes de la producción de sus violines. Son conocidas sus espectaculares rabietas, sin parar de dar instrucciones y lanzar broncas. Ello era debido a su afán de perfección y a la pasión con que fabricaba sus instrumentos, que le llevó a decir en una ocasión: “hacer un violín por debajo de mi máxima capacidad, sería robar a Dios, pues Él no puede fabricar un violín de Antonio Stradivarius sin Antonio”. En cualquier caso, ahí está el legado de cultura material que nos transmitió. Es un ejemplo de hasta dónde puede llegar un artesano en su pasión por las cosas bien hechas, con su sabiduría y dedicación, como de si un perfecto amante se tratara.
Sus instrumentos se reconocen por la inscripción en latín: «Antonius Stradivarius anno» Además de violines, Stradivari construyó arpas, guitarras, violas y violoncelos, más de 1.000 instrumentos en total, según estimaciones recientes. Más de 500 de ellos se conservan actualmente. Se considera en general que sus mejores violines fueron construidos entre 1683 y 1715, superando en calidad a los construidos entre 1725 y 1730. Los auténticos Stradivarius se distinguen por sus finísimos acabados, su madera de extrema belleza tornasolada y su sonido inigualable.

En la decadencia económica general de la década de 1720, y a pesar de la fama que había alcanzado su taller, tuvo que reducir costes y gran parte de su producción quedó sin vender. Después de 1730, muchos violines fueron firmados «Sotto la Desciplina d'Antonio Stradivari F. in Cremona [anno]», y fueron probablemente hechos por sus hijos. Antonio Stradivari murió en Cremona el 18 de diciembre de 1737 y fue sepultado en esa ciudad. Sus hijos se esforzaron inútilmente por revivir el taller, que finalmente se fue a pique. No pudo transmitir ese arte que impregnaba los mil pequeños movimientos cotidianos, que llegaron a convertirse en hábito, y que se agregaban a la práctica de los miembros del taller, que eran controlados exhaustivamente por la individualidad y la originalidad del maestro. El conocimiento tácito de su arte se perdió. Sus secretos fueron enterrados con él.

Hoy los stradivarius son sinónimo de excelencia irrepetible. Ha habido muchos intentos de imitar la calidad del sonido de estos instrumentos. Existen muchas teorías acerca de cómo fueron construidos. Muchos creían que el barniz usado por Stradivari se hacía con una fórmula secreta que se perdió al morir su creador, pero exámenes de rayos X y análisis de espectro en la superficie de los violines revelaron que todos fueron sometidos a cambios en su estructura (especialmente el mango, el cordal y las cuerdas), y a menudo lo único que queda del trabajo original es el cuerpo mismo, que fue rebarnizado periódicamente.

Otra teoría dice que el punto clave fue el tiempo que tomó secar las maderas de arce y abeto con que están construidos; esto también fue desmentido estudiando la fibra de la madera. Las líneas fueron comparadas con modelos de árboles que vivieron en esa época y se pudo determinar el tiempo de secado simplemente tomando la diferencia entre la fecha de construcción (que era dejada por Stradivari en una etiqueta en el interior del instrumento) y el cálculo de cuándo había sido cortado el árbol. Esto reveló que la madera se había secado durante no más de 20 años, y no 60 ó 70, como se creía.

Otros piensan que el período de frío extremo que sufrió Europa en los años en que Stradivari vivió, una especie de mini-edad de hielo, pudo ocasionar que los árboles que crecieron durante esa época desarrollaran una fibra más compacta y con una mejor calidad mecánica sonora. No obstante, existen instrumentos construidos en la misma época, con madera de los mismos árboles, que no lograron la magnificencia de un Stradivarius.

Cabe mencionar también la conocida teoría del árbol de Stradivari, la cual señala que el mismo Stradivari encontró un árbol dentro de un río; del enorme tronco de este árbol creó algunos de sus más renombrados instrumentos. Esta teoría se encuentra justificada a través del concepto de vibración que adquieren los materiales con el tiempo. Se dice que la propia madera adquirió la vibración del río, lo que le da un sonido único e irrepetible. Claro está que esta teoría puede estar basada en un intento por incorporar a la historia de la fabricación de los instrumentos un aspecto mas poético.

Finalmente, otra teoría más reciente fue resultado de los mismos análisis de espectro en la superficie y en parte de la viruta residual obtenida del interior de un Stradivarius con sistema endoscópico. Estas pruebas revelaron la presencia de partículas metálicas muy pegadas a la madera, lo que podría sugerir que el gran maestro hizo un fino tratamiento a las maderas que usaba con disoluciones de sales metálicas, lo cual habría conferido a sus instrumentos la fuerza y riqueza de sonido que tanto se aprecian.

Sea como fuere, el sonido de sus instrumentos conservados es sinónimo de perfección, y definen lo que un violín o un violonchelo pueden legar a ser, qué es posible, y propone un modelo que, una vez que se ha oído, resulta imposible de olvidar, como Antipático no olvida el concierto al que le invitó José Peris, en sus años universitarios, para escuchar un concierto de cámara en el Palacio Real de Madrid, en el que se tocaba con la colección de Stradivarius más grande del mundo, conocida como Quinteto Palatino (tres violines, una viola y un violonchelo stradivarius), que se conserva en la biblioteca de palacio, y que podemos escuchar aquí.

jueves, 17 de junio de 2010

LA CONFESIÓN

Llevaba trabajando durante años para conseguir mi ansiado ascenso en la empresa. Los afanes y desvelos en el trabajo, las humillaciones a que me había sometido mi infame jefe, las veces que me había arrastrado como un gusano, tuvieron su inevitable recompensa: fui pisoteado. Permítanme un consejo, no se arrastren por el suelo, es peligroso. El puesto que anhelaba se lo dieron a Marta, la chica recién llegada a la oficina, a la que yo mismo recomendé para que la contrataran, porque era amiga de mi mujer. Para colmo, me pusieron bajo sus órdenes.

Marta era el escondido secreto por el que yo había ido a la oficina con agrado las últimas semanas antes del descalabro. No sé si estaba enamorado de ella, de su belleza, de su falsa sonrisa, o tan solo de la imagen ficticia que había fabricado. El hecho es que lo único que conseguí alelándome por ella fue que me sonsacara la información que necesitaba. Sus coqueteos con el jefe hicieron el resto. Logró su ascenso en dos meses cuando yo llevaba años peleando por él. Al llegar a casa, mi mujer, hecha una furia, me llamó débil, imbécil, blando y no sé cuantas cosas más. El impacto de aquella noticia pudo con la poca vida que le quedaba a nuestro matrimonio. Mi mujer me dejó.

Un día, unas semanas después de mi separación, volví a casa triste y abatido por la rutina y la soledad. Me encontré una terrible gotera, justo en el día en que me quedé sin seguro. Había decido rescindirlo unos meses antes, después de llevar años pagando por nada. La inundación estropeó los suelos y paredes, el techo se hundió, los muebles, alfombras y libros, echados a perder para siempre. La inundación había llegado al piso de abajo. La vecina, en cuanto me oyó llegar, subió para recriminarme el desastre y exigirme el pago de los daños. Le dije que no había sido culpa mía, que había podido ser cosa de la tubería general o del vecino de arriba, pero no atendió a razones. Siguió gritando hasta que prometí pagarla. No conforme con aquello me llevó a juicio. Tampoco convencí al juez que me condenó a pagar una cantidad totalmente injusta.

Las desgracias se apoderaron de mi vida. Tuve un accidente con el coche (siniestro total), murió mi madre, mi único amigo marchó al extranjero, se escapó mi perro, me robaron en la calle, se estropeó la lavadora, me destiñeron la ropa en el tinte y caí enfermo. Me quedé sin dinero para afrontar tanto contratiempo y, además, pagar la pensión que otro juez otorgó a mi mujer, que también consideré abusiva teniendo en cuenta que no teníamos hijos.

Acosado por las calamidades y desgracias, en medio de la depresión, hace unos meses decidí suicidarme. Con un ingenioso juego de poleas, subí el piano hasta el techo, para dejarlo caer sobre mí. Antes de que estuviera bien situado, se me resbaló la cuerda. Conseguí tener un serio accidente que provocó que me quedara con varios huesos rotos y sin piano. Por poco me mato, ¡vaya susto! Hubiera estado gracioso que los periódicos hubiera titulado el suceso: “INTENTA SUICIDARSE Y MUERE EN EL INTENTO”.

Entonces supe que no podía caer más bajo. La frustración y la impotencia me inundaban el pecho, el dolor era tan intenso que para aliviarlo decidí, ya que no era capaz de suicidarme, matar a alguien, a cualquiera. Salí a la calle totalmente enrojecido por la rabia y la ira, y al ir a acuchillar al primer transeúnte que pasaba, erré el golpe, y la víctima, reaccionando rápidamente, se convirtió en agresor. Me quitó el cuchillo y me lo clavó en la espalda, lesionándome la espina dorsal y dejándome paralítico. A pesar de que había conseguido quedarme con la casa en el juicio de separación, pues la había heredado de mi abuela, tuve que venderla para pagar las deudas e indemnizaciones. Mi ordenador era la única posesión que me quedó.

Inválido y reo de intento de asesinato, sometido a exámenes psiquiátricos, declararon que sufría una trastorno psíquico cuyo complicado nombre no consigo recordar. Fui absuelto, pero declarado loco, en silla de ruedas y recluido en un manicomio de por vida.

Sufro los cuidados y el acoso de una enfermera cruel. Se llama Ángela (de la muerte). Me hace la vida imposible. Merece ser violada por una pandilla de apaches y después asesinada, entre agudos dolores y tras atroces torturas. Desde entonces vivo solo y hundido. Nadie viene a verme.

Hace unos meses conseguí sobreponerme a mi locura y a mis desgracias. Tras numerosas entrevistas con psiquiatras y forenses, me permitieron acceder a Internet, después de filtrar el posible acceso a páginas pornográficas y violentas. De ese mundo de la red he disfrutado durante los últimos meses.

“Nunca dura cosa buena” dice el refrán. Hoy la enfermera me ha comunicado que mañana quitan la línea de Internet en las habitaciones del psiquiátrico, porque la dirección ha decidido restringir gastos por la crisis. Tampoco tengo ninguna posible conexión inalámbrica. Lo único que tenía un poco de sentido para mí, aunque fuera falso, también me lo han quitado. Como despedida de todos ustedes he decidido realizar esta confesión general..., pero todavía queda algo más.

Creé este blog sin que nadie se enterara. Aquí, me he inventado una vida ficticia. He simulado durante meses que era un amante apasionado y padre ejemplar, que era un ser culto que visitaba exposiciones de arte y que leía libros, que tenía una vida con viajes, amigos, recuerdos y experiencias interesantes, y que los visitantes de mi blog me hacían comentarios inteligentes y afectuosos. Yo lo inventé todo, incluso esos perfiles de los otros usuarios que accedían. Para mi sorpresa, pronto no hizo falta seguir simulando comentarios de terceros, pues algunos incautos, como los que me están leyendo ahora, se tragaron el anzuelo, aunque de vez en cuando todavía hago intervenir a los visitantes ficticios para mantener vivo el engaño. Eso es lo que quería confesar: este blog es una inmensa mentira.

Todo ha acabado. Hoy es el último día en que me dirijo a ustedes. Expulsado del mundo real, me refugié en uno virtual más satisfactorio. También me lo niegan. No sé si conseguiré romper la estela de fracasos y calamidades que me preceden en el logro de mis propósitos. En cualquier caso, de una cosa estoy seguro: mañana Ángela de la muerte no conseguirá inyectarme el calmante. Quizá mañana encuentren alguna noticia en el apartado de sucesos de algún periódico o en la radio. Permanezcan atentos a las noticias. Je, je.

Ha sido un placer. Gracias por su compañía. Adiós.

Cuento anónimo
del libro El ser humano es extraordinario
Ed. Refrescos Aquarius

miércoles, 16 de junio de 2010

16 DE JUNIO: BLOOMSDAY

Como todos ustedes sabrán, hoy se celebra en las calles de Dublín el “Bloomsday”, o día de Bloom. Es un evento anual que se celebra en honor a Leopold Bloom, personaje principal de la novela Ulises de James Joyce. Se celebra todos los días 16 de junio desde 1954, porque es el día en el que transcurre la acción -ficticia- del Ulises. Joyce eligió esa fecha porque fue la de su primera cita con la que sería su mujer, Nora Balance. Este día los celebrantes procuran comer y cenar lo mismo que los protagonistas de la obra, o realizar distintos actos que tengan su paralelismo en la novela. Especialmente se realizan encuentros en Dublín para seguir el itinerario exacto de la acción, se realizan lecturas del texto y algunos van disfrazados de personajes de la época.
Últimamente el evento se está poniendo más de moda en nuestro país, por varias razones, pero sobre todo por la última novela de Enrique Vila-Matas Dublinesca, que he leído esta primavera y por el club que él ha creado con sus amigos, para festejar anualmente la efeméride en Dublín, pero a su manera, y que se denomina “La Orden del Finnegans” y de lo que hoy hablan unos cuantos periódicos. Los miembros han aprovechado estos fastos joyceanos para editar un libro de relatos con el mismo nombre.


En Madrid hemos copiado la idea y celebramos “La noche de Max Estrella”, rememorando el itinerario golfo del personaje de la obra de Valle Inclán Luces de Bohemia. Nunca he asistido a ninguno de ambos eventos, pues me temo que no soy amigo de actividades gregarias, por atractivas que puedan parecer.

Dublín me evoca sin querer mis estancias estivales en aquella ciudad cuando era un adolescente. Yo entonces no sabía el nombre de ninguno de los espléndidos escritores que habían nacido en ese país (como Wilde, Keats, Joyce o Becket); no conocía la música céltica, ni a los Chifteins, ni a Van Morrison, no había visto La hija de Ryan ni Barry Lindon, ni tantas otras cosas. Por supuesto, tampoco tenía noticia de la existencia de tan famosísima novela, que yacía ignorada en la biblioteca de casa de mis padres. A esa edad, si hubiera leído el Ulises, habría sido un adolescente de una precocidad y pedantería insoportables. Pero tiendo a cultivar cierta nostalgia por las ocasiones perdidas en mis primeros viajes, como aquel otro de fin de curso que hicimos por Europa cuando tenía diecisiete, y del que tampoco pude exprimir todo su jugo, por falta de formación y de interés.

En cualquier caso, mis veranos irlandeses no fueron tiempo perdido. En Dublín fue la primera vez en que dispuse de tiempo, libertad y dinero. Aquellos tres veranos, que en teoría debían servirme para aprender inglés, me sirvieron, sobre todo, de “primera vez” para muchas cosas: comer sopa de avena, desayunar unos extraños cereales, bailar en una discoteca, besar a una chica, robar en las tiendas, cantar el porompompero en la calle, jugar al tenis, beber cerveza negra, escaparme por las noches a los bosques de la cuidad y cosas así. No he vuelto a Dublín, ni a hacer casi nada de todo eso (¡ojo!, he dicho casi), aunque no me importaría volver. Años después leí el Ulises, pero creo que repetir semejante hazaña me iba a costar más trabajo.

sábado, 12 de junio de 2010

VALENCIA REVISITADA

He estado estos días en Valencia. La ciudad ha cambiado mucho y a mejor. Los paseos y jardines del cauce antiguo del río, que eran ilusorios proyectos hace unos años, hoy son agradables realidades. Los palacios de las artes, la música, el ocio y las ciencias han desplazado solares e industrias que afeaban la ciudad. Los coches no han asaltado el centro de la urbe, que ya tiene metro y trenes. El casco viejo, con sus museos y sus casas rehabilitadas, hacen olvidar la imagen de decadencia y pobreza del antiguo barrio del Carmen. El paseo marítimo de la Malvarrosa y el puerto están muy mejorados, probablemente debido a los fastos deportivos de la fórmula 1, la copa América y al afán de embellecer la ciudad que tienen sus habitantes. Los valencianos de cierta edad, a poco que no les falle la memoria, deben estar contentos.

Todo viaje es un peregrinaje al pasado. Allá donde voy procuro informarme de la historia del lugar, para explicarme mejor lo que veo con el concurso de la cultura: su arte, sus cuentos, sus personas y su carácter. He de reconocer que últimamente tengo un cierto recelo a la historia, porque a muchos sirve para fines espúreos, y cada vez estoy más de acuerdo con quien dijo aquello de que la historia no existe, que sólo existe la bibliografía. Pero volviendo al tema, este viaje a Valencia no ha sido un viaje al pasado histórico, sino más bien, un retorno a mi juventud.

Esa ciudad, una día de agosto de 1985, recibió a un joven madrileño de veintipocos que llegó para trabajar en su primer empleo. Allí ganó y gastó su primer sueldo, compró su primer coche que después le robaron. Aquel joven aprendió en Valencia a convivir con una mujer maravillosa, tiempo después la conoció mejor, pronto descubrió que no la merecía, y aún siguen juntos; entre los dos decoraron su primera casa en la calle Salamanca. Valencia contempló cómo ese joven engordaba y empezaba a saber lo que significaba ser padre, pues allí sintió la enorme ternura de sostener a su hija en los brazos por primera vez. Fue la ciudad de su primera biblioteca, de las visitas al encuadernador Chuliá de la calle de la Nave, de la búsqueda infatigable de libros en la librería París-Valencia, del asombro que le produjo la colección de ex libris de Agustín Arrojo Muñoz en el Museo Nacional de Cerámica, de las cenas en el restaurante Gargantúa, de las tardes de primavera en la playa, de los petardos y la pólvora, de la cremá de las fallas, de La Ceramo, del mercadillo de los domingos, de una extraña visita al Colegio del Arte Mayor de la Seda, de los almuerzos pantagruélicos a media mañana, de las terrazas donde se podía tomar copas de noche en invierno sin pasar frío, de los abrigos innecesarios, de los arroces en el campo..., y de tantos y tantos recuerdos.

Aquel joven era yo. Para mí Valencia, ahora me doy cuenta con nostalgia, será siempre la ciudad de mi juventud pavorosamente perdida, de aquellas personas a las que ya no trato pero que me depararon, durante unos años, hermosos momentos de amistad. Una ciudad donde fui feliz y donde tuve alegres ilusiones que no he perdido y que no pienso perder.

martes, 8 de junio de 2010

LA BIBLIOTECA BRAUTIGAN

Como ustedes saben estoy leyendo La pesca de la trucha en América, la obra más conocida de Richard Brautigan (1935-1984), que acaban de publicar en español. Este individuo fue un escritor al que han clasificado dentro del movimiento contracultural de los años sesenta. Escribió muchas obras, y ésta es sin duda la más conocida del autor. No sé muy bien qué decir de ella porque esta ¿novela? es absolutamente inclasificable.

De lo que quiero hablarles hoy es de la biblioteca Brautigan, una idea puesta en marcha por sus seguidores, proveniente de una novela suya titulada El aborto, obra que se desarrolla casi íntegramente en una biblioteca que recolecta obras inéditas, que nunca han sido publicadas.

La Biblioteca Brautigan, la real, no la inventada por él, está situada en la planta alta de la Librería Fletcher, en el centro de Burlington, Vermont, USA, y está hecha para conmemorar a su autor, en una zona autónoma del resto de la librería.

Los libros que contiene abarcan toda clase de temas y estilos, libros manuscritos o mecanografiados, o hechos con tratamiento de textos. La mayoría fueron enviados entre 1990 y 1996 y hay títulos como Plata esterlina para cucarachas o Tres ensayos que conducen a la abolición del dinero. Todos tienen en común que nunca fueron publicadas, y la mayoría están encuadernadas en encuadernaciones de color azul oscuro.

No se sabe cuál es el origen de la Biblioteca, pero una placa dice lo siguiente:

LA AMÉRICA ETERNA PRESENTA LA BIBLIOTECA BRAUTIGAN.
UN HOGAR PARA LA LITERATURA INÉDITA.

Al parecer tiene un bibliotecario que cambia con frecuencia (¿quiénes son?), y allí acuden los curiosos y amantes de Brautigan. Se puede mandar obras a la biblioteca con dos únicos requisitos: que no estén publicadas y que el autor se haga cargo de los gastos de envío. De tiempo en tiempo los libros son retirados y llevados a una cueva en Carolina del Norte.

La biblioteca tiene un dispensador de poesía, que como si fuera una máquina de cigarrillos, al introducir 50 centavos en la ranura y tirar de un mecanismo, suministra algo de poesía. Todavía estoy bajo el influjo de la lectura de La pesca de la trucha en América, y me dan ganas de mandar algo. También existe una biblioteca Brautigan Virtual.

El autor puede colocar los libros en cualquier balda que elija. Quizá una de las cosas más curiosas de esta biblioteca es el sistema de clasificación de las obras que la componen, y que se aleja de los sistemas clásicos de la mayoría de las bibliotecas. El sistema se denomina “sistema mayonesa”, y debe su nombre a que la palabra mayonesa fue la última de su libro más leído. El sistema consiste en organizar los libros en categorías como las siguientes: amor; el futuro; sentido de la vida; aventura; humor; naturaleza; vida callejera; todo lo demás... Utilizan botes de mayonesa o latas como sujeta libros.
La próxima vez que vaya a Vermont, me pasaré por la Biblioteca Brautigan con mis libros inéditos. Les mantendré informados de todo lo que averigüe.

lunes, 7 de junio de 2010

EL FUNCIONARIO POETA

Hace ya la friolera de doce años una amiga mía, que trabajaba conmigo en el Ministerio, me dijo que José Luis Zúñiga, otro compañero de trabajo, además de hacer sus pinitos como compositor y cantante, escribía poemas y se había metido a editor de libros de poesía. Yo conocía a José Luis desde el año 1990, y fue él quien me animó a publicar mi primer artículo técnico en la revista que dirigía. Cuando se marchó de la Dirección General en que trabajamos dejé de verle. Apenas le conocía, por eso me extrañó tanto su afición a la poesía.

Su editorial era muy peculiar. Se llamaba Ediciones del Primor. Editaba libros de amigos y conocidos. Los distribuía entre los suscriptores, que cubrían los gastos con una pequeña cantidad anual. Sus ediciones, muy cuidadas, apenas llegaban al centenar de ejemplares. En el proyecto editorial estaban otros compañeros del trabajo y amigos interesados en la poesía. A algunos los conocía. Decidí apuntarme. A todos nos animaba a escribir para publicar.

En esa pequeña editorial publicó a mi hermano su Oda a Martenot. Hoy pasados bastantes años desde que se inició la editorial, y cuando parecía que iba a acabarse la edición de esos libros, o al menos a cambiar de dirección debido a su jubilación, me llega el último libro publicado: Las bisagras del bosque, de Manuel Lleó y Pedro Sempere. Me ha alegrado mucho recibir este envío (¡y van 49!), pues sigue vivo un proyecto en el que participo, aunque sólo como suscriptor. La editorial también tiene una secuela de ediciones musicales.

Mientras hojeo el nuevo libro pienso que el ambiente tecnocrático y administrativo, como el de un Ministerio de Hacienda, era un lugar complicado para crear poesía. Algunos de los suscriptores éramos un grupo de burócratas, que recaudábamos el dinero ajeno, y perpetrábamos tamaña fechoría con impecable técnica, bajo el manto no siempre tranquilizador de la legalidad y del Derecho tributario. A pesar de nuestro oficio tan poco lírico, consiguió que estuviéramos unidos por el lazo callado de la poesía y el amor a la literatura. Lo más curioso era que, cuando alguno de nosotros coincidíamos, no hablábamos de poesía, lecturas, o literatura, sino del trabajo o de trivialidades, como temerosos de poner en juego el más mínimo sentimiento que pudiera desvelar nuestra intimidad.

«Desdoblarse siempre ha sido una forma de sortear la realidad amenazadora en la que, por otra parte, se quiere participar. La doblez, aunque asociada al engaño hacia los demás, entraña una forma de búsqueda de la verdad y de protección contra la muerte o el cautiverio. ¿Quién de nosotros no es un “homo duplex”?, preguntará Baudelaire. ¿Quién que haya sido tocado por el dulce y silencioso pensamiento no ha sentido las tensiones entre la acción y la intención, entre la realidad y el ensueño, entre la osadía y el miedo? Re-flexionar, com-plicarse, du-plicarse, son formas dignas de huida y anestesia ante el dolor que el vivir provoca.»

El otro día me topé con este párrafo, que viene al pelo de lo que decía. Fue en la feria del libro, estaba en el prefacio de un libro de Carlos Eymar llamado El funcionario poeta. En él habla de autores consagrados de la literatura universal, como Kafka o Pessoa, que han sido capaces de sobreponerse al poder burocrático en el que vivían y que, a pesar de su condición de administrativos o funcionarios, se han convertido en iconos de la cultura universal. También habla de varios personajes funcionarios creados por otros escritores. No sé si lo leeré. No sé si quiero que me cuenten a mí, que no he escrito un solo verso en mi vida, las proezas literarias de otros funcionarios como yo, y que me hagan preguntarme una vez más que qué he hecho con mi vida. La respuesta la sé de sobra.

sábado, 5 de junio de 2010

CIEN AÑOS DE SOLEDAD

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EL TEXTO DE ESTA ENTRADA HA DE LEERSE MIENTRAS SE ESCUCHA LA MÚSICA

Hace un par de semanas estuve escuchando un concierto en el auditorio de música de mi ciudad. Estrenaban una obra de un compositor español. El público, tradicional y educado, escuchó con calma y aburrimiento aquella música que no entendía. Celebraron la ejecución con unos lánguidos aplausos ante la presencia del joven compositor. Después se intepretraron unas variaciones de Liszt y la sinfonía fantástica de Berlioz. Esta vez sí, el público aplaudió a rabiar la interpretación de la música que le gustaba.

Siempre que asisto a conciertos de música moderna me asalta la misma pregunta ¿Por qué es tan aburrida y absurda la música culta que se viene componiendo en el último siglo? ¿Cómo es posible que nada me diga, que no me inspire ninguna idea ni sentimiento?

Todo empezó con Arnold Schoenberg. Nació en septiembre de 1874 en el seno de una familia pobre. Era una persona de carácter serio y formación sobre todo autodidacta. No era muy dado a sonreír. Su baja estatura, complexión nervuda y prematura calvicie le conferían un aspecto algo endiablado. Llegaron a decir que parecía un fanático. El compositor era sorprendentemente inventivo, lo cual no sólo era aplicable a su música: tallaba sus propias fichas de ajedrez, encuadernaba sus propios libros, pintaba (Kadinsky era un gran admirador suyo, los autorretratos que ilustran esta entrada son suyos) e inventó una máquina de escribir música.

Schoenberg empezó trabajando en un banco, pero no pensaba en otra cosa que en la música. A pesar de sus preferencias por Viena, donde frecuentaba el café Landtmann y el Griensteidl, y donde vivían grandes amigos, no tardó en darse cuenta de que la ciudad más beneficiosa para su formación tenía que ser Berlín. Allí conoció a Mathilde, con la que se casó en 1901.

Eligió un camino distinto al de otros compositores. Mientras que Strauss, Mahler y Debussy peregrinaron a Bayreuth para aprender la armonía cromática bajo la influencia de Wagner, él se dio cuenta de que la evolución del arte se lleva a cabo tanto a través de bruscos cambios de dirección y saltos espectaculares como mediante un crecimiento gradual. Sabía que los pintores expresionistas pretendían hacer visibles las formas deformadas y sin refinar desencadenadas por el mundo moderno, analizadas y puestas en orden por Freud. Su intención era lograr algo similar en el terreno de la música, la “emancipación de la disonancia”, como le gustaba llamarlo. Al igual que otras ideas de principios de siglo, como la abstracción o la teoría de la relatividad, empezó a explorar la disonancia y la atonalidad.

Y así, desde 1900 fue avanzando lentamente en ese camino. En 1908 se produjo una doble ruptura. En primer lugar la despedida de Mahler, que marchó a Nueva York, harto del antisemitismo de moda en Viena, tras abandonar la dirección del teatro de la Ópera. Al decir adiós desde la estación al compositor que había dado forma a la música vienesa durante una década, dijo “se acabó”. Él había sido el único compositor de cierto relieve que entendía lo que él estaba buscando. Pero sobre todo, Schoenberg tuvo que enfrentarse a una segunda crisis. Ese verano, Mathilde, su esposa, lo abandonó por un amigo. Rechazado por su mujer y privado de la compañía de Mahler, a Schoenberg no le quedaba otra cosa que su música; así que no resulta extraño el tono sombrío que caracteriza a las composiciones de su primera época atonal.

Ese año fue trascendental para la música moderna. Compuso su Segundo cuarteto de cuerda, inspirado en la poesía de Stefan George, cuyos poemas, a medio camino entre la poesía experimental y las óperas de Strauss, estaban poblados de referencias a las tinieblas, a mundos ocultos, fuegos sagrados y voces. En los movimientos tercero y cuarto apareció la atonalidad, dejando de lado los seis sostenidos de la escala, para producir «un verdadero pandemonium de sonidos, ritmos y formas». La suerte quiso que la estrofa acabase con el verso: “Ich fühle Luft von anderem Planetem” (“Puedo sentir aires de otros planetas”).

Entre el mes de julio en que acabó su cuarteto y la fecha de su estreno, el 21 de diciembre, tuvo lugar una nueva crisis personal en el hogar de Schoenberg. En noviembre se ahorcó el pintor por el que lo había abandonado su mujer, y que ya antes había intentado apuñalarse. Schoenberg llevó a casa a Mathilde y, cuando le tendió la partitura destinada a los ensayos de la orquesta, ella pudo leer la dedicatoria: “A mi esposa”.

El estreno del Segundo cuarteto de cuerda se convirtió en uno de los mayores escándalos de la historia de la música. Después de apagarse las luces, el público guardó un respetuoso silencio durante los primeros compases; pero sólo durante éstos. Muchas personas que habitaban en apartamentos en Viena llevaba en la época silbatos junto a sus llaves; de esta manera, si llegaban tarde por la noche y se encontraban con la puerta principal del edificio cerrada, sólo tenían que hacerlo sonar para llamar la atención del portero. La noche del estreno, la audiencia sacó sus silbatos y provocó un estruendo tal en el auditorio que logró ahogar la música del escenario. Un crítico se puso en pie de un salto y gritó: “¡Basta! ¡Silencio!”, aunque nadie pudo determinar si se estaba dirigiendo a la audiencia o a los músicos. La escena se hizo aún más caótica cuando los simpatizantes de Schoenberg se sumaron al alboroto, gritando en su defensa. Al día siguiente, un periódico calificó la interpretación de “reunión de gatos”, y otro, en un alarde de inventiva que habría aprobado incluso Schoenberg, imprimió la reseña en la sección de crímenes del diario.

A pesar de que Schoenberg reconoció que esa noche fue uno de los peores momentos de su vida, persistió en la atonalidad a lo largo de toda su carrera. Sus siguientes obras tampoco tuvieron tema ni melodía algunos. Como quiera que la mayoría de las formas musicales dentro de la tradición clásica emplean variaciones de temas, y puesto que la repetición es la característica más obvia de la música popular, el Segundo cuarteto de cuerda y otras de sus obras de aquella época se convirtieron en una gran ruptura en la historia de la música. Unos años después, en 1912, con motivo del estreno de su obra Pierrot, el público y la crítica se hallaban divididos, pues algunos entendieron que aquella nueva manera, haría que la música nunca volvería a ser tan “fácil” como hasta entonces, al igual que ocurría entonces en la pintura, la literatura o incluso en la arquitectura, cuyas manifestaciones eran hijas de su propio tiempo. Schoenberg había descubierto un camino nuevo diferente al de Wagner.

Después de Schoenberg vinieron otros, durante todo el siglo XX, y la música dodecafónica, la electrónica y demás música experimental. Tras él, la música “seria” empezó a perder a muchos de sus incondicionales. Los melómanos están divididos. Hoy todavía la mayoría de los mortales que acudimos a las salas de conciertos no sabemos disfrutar de la música contemporánea, a pesar de que, en otros campos de las artes, ya hemos asimilado las grandes revoluciones estéticas que propiciaron las vanguardias.

Han pasado ya cien años desde el estreno de la primera composición atonal. Como muchas otras personas, pocas son las composiciones de música culta contemporánea que soy capaz de disfrutar hoy. Básicamente me quedé en Stravinski y en Carl Orf. Pero los compositores contemporáneos no cejan, siguen en su empeño. ¿Tienen razón? Lo ignoro. Cuando se estrenan sus obras, la gente ya no las patalea, sólo bosteza. A veces pienso que viven en una especie de torre de marfil, componiendo aislados en la intimidad de sus casas. El resto de los mortales sólo parecemos capaces de disfrutar lo que componen para algunas bandas sonoras de películas. Supongo que los compositores contemporáneos, al menos algunos de ellos, deben sentirse solos y tremendamente alejados de su público. En el fondo no dejo de pensar que la música culta lleva viviendo ya cien años de soledad.