José Llorens Artigas |
Hay veces que siento nostalgia de la belleza de los objetos artesanales. Octavio Paz, cuyas ideas sigo en esta entrada, decía que la belleza de los objetos hechos a mano es inseparable de su función: son hermosos porque son útiles. Las artesanías pertenecen a un mundo anterior a la separación entre lo útil y lo hermoso. La sociedad, no hace tanto tiempo, estaba dividida en dos grandes territorios, lo profano y lo sagrado. En ambos casos la belleza estaba subordinada, en un caso a la utilidad y en el otro a su eficacia mágica. Había una relación secreta entre su hechura (cómo está hecha una cosa) y su sentido (para qué está hecha).
Hasta la Edad Media, los artistas eran anónimos. Aunque se conserva el nombre de algún artista clásico (como Fidias), desconocemos el nombre de la mayoría de los que levantaron y adornaron los templos, los palacios, las plazas y los jardines antiguos. Los músicos, actores y poetas de las cortes eran tratados como criados. La palabra arte significaba oficio o técnica y a quienes lo practicaban se les llamaba artistas, sin distinguir si era el que iluminaba un manuscrito, esculpía la figura de la Virgen o cincelaba una armadura. Cuando la sociedad fue perdiendo su sentido religioso, algunos de aquellos artistas empezaron a ser distinguidos de los demás, y se consideró que en la consecución de la belleza sólo algunos de ellos, nimbados por un aura mágica, merecían ser llamados artistas. El resto quedó como simples artesanos.
Ocurrió en el Renacimiento. Entonces fue surgiendo la figura del artista como artífice de lo sublime, como autor del objeto único e irrepetible, que firmaba sus obras. Paulatinamente fue adquiriendo prestigio: dejó de ser un empleado o un sirviente, y con el paso de los siglos subió poco a poco los peldaños de la escala social, aunque seguía dependiendo de poderosos mecenas. Pasados los siglos, sus obras salieron de la catedral, del palacio, de la tienda del nómada, del salón de la cortesana, de la cueva del hechicero y fueron a parar a los museos, convirtiéndose en iconos. El arte heredó el poder de consagrar a las cosas e infundirles una suerte de eternidad: los museos y galerías son nuestros templos modernos y los objetos que se exhiben en ellos están más allá de la historia. Para que una cosa bella pasara a ser objeto de culto como obra de arte debía excluirse de antemano su utilidad (como una pintura o una escultura), pues para ser arte había de cumplir la función religiosa de los objetos místicos.
Así fue como sólo algunos artistas lograron alcanzar el nuevo estatus. Primero ascendieron los poetas y los escritores. Luego les siguieron aquellos que practicaban las llamadas bellas artes (pintura, arquitectura y escultura). Finalmente se incorporaron los músicos, actores y bailarines. Pero atrás quedaron otros muchos, como los canteros, vidrieros, orfebres, herreros, tapiceros, ebanistas, joyeros, tapiceros, alfareros, cerrajeros, curtidores, sastres, zapateros, lutieres, encuadernadores... Pocos de estos artesanos llegaron a alcanzar el estatus superior de artista, aunque fueran únicos en su género. Así se abrió la brecha entre el artista y artesano.
Los objetos que seguían confeccionando los artesanos oscilaban entre la utilidad y la belleza, en un constante vaivén, que no tiene otro nombre que el de placer. Porque el objeto artesanal satisface la necesidad de recrearnos con las cosas que vemos y tocamos. Está hecho por los manos y guarda impresas las huellas digitales de quien lo hizo, no su firma; está hecho para las manos: no sólo lo podemos ver sino que lo podemos palpar. La artesanía es un signo que expresa a la sociedad no como trabajo (técnica) ni como símbolo (arte, religión), sino como vida física compartida. La vida cotidiana de la gente seguía rodeaba de objetos prácticos y hermosos, que servían para beber, para comer, para vestirse..., para vivir.
Emili Brugalla |
Pero la artesanía sufrió un golpe definitivo con el advenimiento de la sociedad industrial, en el siglo XIX. Empezaron a fabricarse todos esos objetos en serie de modo industrial y los artesanos a ser sustituidos por las máquinas. La reacción contra la invasión de la producción fabril hizo surgir movimientos como el Arts and Crafts, el modernismo o la Bauhaus, que intentaron integrar los antiguos modos artesanales en los modernos sistemas de producción, que pretendían integrar la belleza y utilidad en todas las facetas de la vida, unir el arte con la artesanía.
Pero la guerra estaba perdida. Los objetos industriales han acabado inundando todo. Tienen un diseño, es verdad, pero totalmente alejado de la belleza artesanal. Su naturaleza efímera les obliga a estar en constante cambio e innovación, pues sólo el espejismo de su novedad es acicate para que los compremos. Su producción en masa los ha convertido en objetos de consumo, la mayoría inútiles o superfluos, que desaparecen con la misma rapidez que aparecen. En realidad no desaparecen, sino que su destino, cuando dejan de servir, es el basurero, pues se transforman en desperdicio difícilmente destructible. Del mismo modo, el consumismo y la industria han generado un mundo en el que también los artesanos han ido a la basura. Ya no existe ese espacio intermedio entre el objeto industrial fabricado en masa y la obra de arte única y original.
Ironías del destino, los valores de la artesanía, acosada y derribada, ahora sobreviven en la actividad de los artistas, muchos de los cuales siguen dibujando o creando sus obras de arte “a mano”, y así transmiten a su obra el auténtico aura de lo irrepetible; pero también determinados sectores industriales, después de haber acabado con las antiguas artes del oficio, pretenden elevar a la categoría de obras de arte sus diseños industriales. Ejemplos de esto son la alta costura o algunas artes decorativas, que ya han llegado a los museos.
Por eso hoy quiero defender la artesanía, ese mundo intermedio entre el museo y el basurero. Porque nos enseña a vivir poco a poco, a amar el trabajo bien hecho y con sentido, a hacer cosas útiles y bellas, cosas placenteras. Porque con ella aprendemos a amar los objetos que se gastan poco a poco y aceptan su fin, pero sin consumirse al instante. Porque la artesanía nos enseña a vivir y a producir en un modo pleno de sentido. Porque es más sano y placentero hacerse la comida despacio y con alimentos naturales, que comprarla ya cocinada y envasada en plástico. Porque es más ecológico dar valor a los objetos duraderos que consumir y tirar. Porque el objeto artesanal nos proporciona el placer de hacer las cosas con las manos y el placer de tocar los objetos que necesitamos en nuestra vida cotidiana, esos que nos ayudan a apagar la sed, a adornar una mesa, a vestirnos cómodos o a sentirnos a gusto en nuestras casas. Porque las flores de nuestro jardín son más bonitas cuando las hemos cultivado nosotros mismos.
Los hechos son irreversibles, no me engaño, pero seguimos necesitando la utopía del artesano. Esa necesidad ha provocado que proliferen cursos de mil cosas pintorescas. Pero no hablo de hacer botijos o encuadernar libros a mano. No se trata de abandonar la técnica, sino de volver a la artesanía, aunque utilice rayos láser y ordenadores. Sólo a un privilegiado grupo de diseñadores les es dado hoy en día idear los nuevos productos, impulsados por la mercadotecnia, pero no por la necesidad real ni por el contacto físico con su producto. El resto de operarios de este sistema productivo repetitivo y alienante tienen reprimida toda forma de amor o de valor en su trabajo, dominado por la tiranía del trabajo en serie, la reducción de costes, el mercado y la competencia. Todos esos tristes trabajadores, la mayoría, necesitan cubrir esa carencia creativa en los ratos de ocio.
Pero pienso yo que mejor sería la sociedad que crea los propios objetos que necesita, hechos por personas que conocen y aman su oficio, cuyo conocimiento trasmiten fielmente durante generaciones, adaptando la forma y la función del producto, sin obligación de innovar de modo compulsivo o de repetir su trabajo como máquinas. Una sociedad que no crea los objetos que usa, es menos auténtica, más uniforme, más gris. Sólo cuando el objeto es adecuado a quien lo usa, en su forma y en su función, le siguen el placer, el deleite y la satisfacción. Cuando todo se compra hecho y no se comparte lo que cada uno crea con los demás, se hace una vida más privada, más particular, más egoísta. La vida pierde su sentido social, su sentido de lo público, de lo común. La sociedad que hiciera más cosas con sentido, digo yo que estaría más equilibrada.
En relación al concepto de diseño me has recordado las tesis que mantenía el polifacético Bruno Munari. Por lo que respecta a la artesanía me uno a tu defensa, también porque el amor a lo que se hace es parte fundamental de lo que transmite y porque además no se engola ni tiene pretensiones de "mirar por encima del hombro" a nada ni nadie.
ResponderEliminarEs cierto que en gran medida ya no se aprecia lo bien hecho porque se intuye que un esfuerzo así se traduce en una pérdida de tiempo sin sentido. Se pretende que es mejor intentar asombrar con presuntas novedades de producción rápida y materiales de baja calidad aunque se desechen tan rápidamente como se crearon porque, además, nos enseñan a aburrirnos de ellas y así poder ansiar adquirir y consumir la siguiente "hornada".
¡Pues eso!, que yo apoyo tu propuesta con todo convencimiento, y me alegro de volver a coincidir con tus apreciaciones...
Un besazo enorme, C.
La construcción de instrumentos antiguos: los lutieres
ResponderEliminarUno de los aspectos más interesantes de estos artesanos es que son capaces de recrear instrumentos de los que ya no quedan ejemplares medievales, solo con la observación de una escultura en la portada de un templo románico o en el estudio de la miniatura de un códice.
Uno de esos instrumentos es la zamfoña, utilizado aún en algunas regiones de Francia en la música popular. Consta de una caja en forma de nuez con base plana sobre la que reposan las cuerdas, que son frotadas por una rueda que hace el efecto del arco del violin.
Jesús Reolid, lutier, lleva 27 años construyéndolas y algunas de sus obras se encuentran en el Museo de Instrumentos Musicales de Urueña.
Del periódico "El Pais " del pasado sábado.