lunes, 25 de enero de 2010

18 DE MAYO DE 1922

La primavera de 1922 representa el canto de cisne de la vida social de Marcel Proust, que ya había abandonado la sociedad, en la que tanto luchó por integrarse y ser aceptado, tras no haber encontrado en ella la dicha que esperaba, pero sí el tema para la novela que le haría inmortal: “En busca del tiempo perdido”. No tiene ilusiones por el mundo, que considera una feria de las vanidades, ni por el amor, que siente que es una ilusión egoísta. Su salud cada vez es más precaria, su vida ya declinaba y apenas salía de la cama. Sólo entonces consiguió cierta notoriedad con la publicación de su obra.

Sydney Schiff, novelista inglés justamente olvidado que escribía bajo el seudónimo de Stephen Hudson, empezó a cartearse con Marcel Proust, al que admiraba profundamente. Quería conocerle personalmente y llegó a escribirle, con bastante torpeza, que a pesar de lo que admiraba cuanto escribía, prefería verle y oírle.

Tuvieron varios encuentros. Pero el más conocido, que llegó a convertirse en una leyenda, tuvo lugar el 18 de mayo. Los Schiff, Sidney y su mujer Violet, invitaron a Proust a una gran cena en el hotel Majestic, que dieron con ocasión de la primera representación del Zorro (Renard) de Igor Stravinski. La brillante mesa reunió a algunos de los más grandes genios del arte y la literatura de entonces. Además de Serge Diaghilev y sus bailarines, estaba Ernest Ansermet, que había dirigido la orquesta en el estreno, el propio Stravinski. También asistieron Pablo Picasso, que llevaba una faja roja alrededor de la cabeza, y James Joyce.

El hotel Majestic de París no es lo que era. Cuando Proust y Joyce se conocieron en esa cena, poco después de la medianoche del 18 de mayo de 1922, se había puesto de moda. A sus salones suntuosos acudían, de rigurosa etiqueta, todas las personas notables que vivían en la ciudad o estaban de paso. Cada una de sus 450 habitaciones daba a la avenida Kléber, muy cerca del Arco de Triunfo. Todas disponían de un cuarto de baño, lo que era una excentricidad lujosa para aquellos tiempos, sobre todo en París.

El principal –y luego proclamado– propósito de los Schiff era reunir en la misma jaula de oro a Proust y Joyce, y observar lo que pasaba entre ellos, para contarlo luego a los cuatro vientos. Lo que pasó fue tan poco que ni siquiera sirvió como tema de conversación en los salones de la semana. Se sabe que Diaghilev, Stravinsky y Ansermet estaban muy cansados de las tensiones del largo día y se retiraron poco después de la medianoche. Picasso se quedó bebiendo hasta que la cabeza se le cayó sobre la mesa. También Joyce, en silencio, bebía champagne y eructaba con ganas. Al llegar, se había disculpado por no estar vestido de etiqueta. “No tengo dinero para esas inutilidades”, declaró. El único tema de conversación que le interesaba era su novela Ulysses, que se había publicado tres meses antes y que estaba ya en todas las bocas, sobre todo en las de quienes la leían sin entenderla. Los restos de la comida fueron retirados de las mesas a la una de la madrugada. Joyce estaba completamente borracho a las dos de la mañana.

Quince, acaso veinte minutos después, los Schiff vieron entrar a un hombre pequeño y sigiloso, enfundado en un abrigo de pieles, que se movía como una rata. De lejos parecía pringoso y húmedo. Era el autor de En busca del tiempo perdido. Ya había terminado de escribir su gran novela y todavía la estaba corrigiendo y añadiendo frases. Era entonces mucho más célebre que Joyce, y sus largas frases perfectas, encadenadas unas a otras por una música inimitable, se repetían en los salones con devoción sacramental. Aunque Joyce no vio a su colega como un hombre enfermo (diría, por lo contrario: “Se queja, pero está más sano que yo”), las drogas que Proust se inyectaba o bebía con frecuencia asesina estaban acabándolo. Seis exactos meses después de la reunión en el Majestic, una septicemia veloz acabaría con él. Dijera Joyce lo que dijera, era un agonizante en lucha contra la muerte.

La conversación que mantuvieron Proust y Joyce fue de lo más decepcionante. Fue el diálogo del “no”: Proust le preguntó si le gustaban las trufas, a lo que Joyce respondió que no. Igual respuesta recibió la pregunta de si conocía al duque tal o cual. Madame Schiff quiso saber si Proust había leído este o aquel capítulo del Ulises. Proust respondió igualmente que no. La situación era inaguantable.

Al marcharse, Joyce subió con Proust al taxi de Odilon Albaret, enciendió un pitillo y bajó uno de los cristales. Sydney Schiff, indignado, le ordenó que tirara el cigarrillo y subiera el cristal, por causa del asma de Proust. Durante el trayecto, Proust se lamenta cortésmente de no conocer la obra de Joyce, a lo que el taciturno inglés replica: “Nunca he leído a Monsieur Proust”.

Aquel encuentro fue decepcionante. Hace poco un escritor inglés, Richard Davenport-Hines, ha escrito un extenso libro sobre aquel encuentro que se había convertido en una leyenda: “Proust at the Majestic. The last days of the autor whose book changed Paris”. Pero como sucede con todas las leyendas, imaginar esa noche de mayo en el Majestic deja sensaciones más intensas que la realidad, que suele ser plana y decepcionante.

Después de aquello Joyce criticaría al escritor francés, en quien no veía ningún talento particular. No obstante, Richar Ellman, el biógrafo de Joyce, cuenta que éste sintió después melancolía por la oportunidad perdida: “Me habría gustado encontrar a Proust en otro lugar, más a solas, para hablar con él a gusto, aunque no sé de qué”.

Esta historia me suscita una reflexión y una pregunta. La primera es que si nada aporta conocer superficialmente a las personas, menos aun cuando se trata de artistas, que ponen lo mejor de sí mismos en sus obras extrayéndolo de las profundidades de su espíritu. Es fácil encontrar, detrás de un gran escritor o un artista, a una persona mediocre o mala, cuya personalidad nunca suele ser superior a su obra. Lo bueno que sin duda tienen, puede encontrarse mejor en su obra, pero nunca con un conocimiento superficial

La pregunta es la siguiente: ¿Cuántas oportunidades de conocimiento, de amor, de amistad..., de felicidad en suma, no habré desaprovechado a lo largo de mis días? Probablemente muchas, como cuando no presté atención a aquella persona, o aquel verano que no me atreví a besar a una chica, ese viaje que no disfruté, el día en que no quise ir a aquel concierto que hoy todos recuerdan como histórico... Pero no pienso hacer ese recuento. Los tímidos llenaríamos mares con esas lágrimas y todos sabemos que de nada sirve lamentarse de las oportunidades perdidas.

6 comentarios:

  1. ...estoy en casa ...con mi ordenador...está atardeciendo...hay una luz preciosa en casa...y he disfrutado muchísimo leyéndote....me lo he pasado muy bien....Gracias ...por contarnos estas cosas.... Berta

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  2. esa pregunta nos la podemos hacer todos... cuanto hemos dejado de hacer por timidez, por desidia, por pereza, aunque podemos actuar preguntandonos ¿qué podemos hacer para no desperdiciar ni un segundo de nuestro tiempo?...

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  3. Pablo ;) Me he permitido el lujo de otorgarte un premio que te mereces:

    http://diariodeunfusildeasalto.blogspot.com/2010/01/peter-pan.html

    Un abrazote

    Jose

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  4. Posss, no sé qué decir, muchas gracias por vuestros comentarios y por el premio.

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  5. Déjame darte la enhorabuena por los premios, Antipático.Y también decirte que como tú, creo que los artistas reflejan lo mejor de sí mismos en sus obras. Supongo que es porque les resulta más fácil expresar con mayor exactitud sus inquietudes personales en el medio que mejor se desenvuelven y en lo cotidiano resultan ser más "patosos" de lo que les considerábamos.

    Con respecto a las oportunidades perdidas pienso que es cierto que no sirve de nada lamentarse, pero al tener conciencia de ellas, quizá, con un poco de suerte, puedan valer para no volver a tropezar con la misma piedra. Desde hoy me apunto a lo último.

    Un besazo.

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  6. Felicidades por ese premio, un lujo recibirlo...me ha encantado este relato y entre Joyce y Proust me quedo con su "En busca del tiempo perdido" del tiempo que ya no volverá, pero vendrán otros te lo prometo, L.

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