martes, 1 de marzo de 2011

EL HOMBRE QUE AMABA A LAS MUJERES

Me encuentro plácidamente estos días leyendo la Historia de mi vida del veneciano Giacomo Casanova (1725-1798), ese personaje legendario que recorrió toda Europa en pleno siglo de las luces. Fue violinista, poeta, seminarista, militar, jugador empedernido, mago, alquimista, creador de la lotería nacional de Francia, espía, agente financiero, escritor, filósofo, aparte de –por supuesto– libertino y mujeriego.

Muchos han sido los seguidores de sus aventuras, amorosas o no. Los más eruditos forman hoy un club de casanovistas, que se reúnen en congresos, publican una revista, escriben ensayos, y tienen mil discusiones sobre qué fue verdad y qué fue mentira en todas aquellas portentosas aventuras, personajes y amores que nos contó en las más de 3.000 páginas de sus memorias. Todos los años, la noche del 31 de octubre al 1 de noviembre, algunos casanovistas se reúnen para conmemorar así la fuga de nuestro héroe de la carcel veneciana de I piombi (los plomos, como era llamada debido al material con que estaban cubiertos sus tejados), comiendo un plato de macarrones igual a aquel del que se valió para poder salir de la cárcel, de la que nadie había huído jamás.

Como amante Casanova fue lo contrario a Don Juan. Amaba a las mujeres, era feminista a su manera, les procuraba siempre felicidad a la vez que satisfacía sus mutuos deseos de amor, nunca las perjudicaba... Era un libertino que respetaba a las mujeres: las quería de verdad. Y a todas recordó con gratitud y alegría, pues en su recuerdo siempre le quedaba la reminiscencia del amor y del placer que compartieron.

Especialmente nostálgica es una anécdota que cuenta, tras la triste separación de una de sus amantes, Madame Dubois. Era el 20 de agosto de 1760. Después de separarse se fue a Ginebra. Se alojó en una posada. Se acercó a la ventana, miró por casualidad los cristales y vió escrito con una punta de un diamante: “También olvidarás a Henriette”. Recordó en ese instante, como traspasado por una flecha, el momento en que le había escrito aquellas palabras, hacía ya trece años la propia Henriette, otra antigua amante. Se le erizaron los cabellos. Se habían alojado en aquella misma habitación cuando se separó de él para volver a Francia. Se derrumbó en un sillón para dejarse llevar por sus reflexiones, evocando a su querida, dulce y noble Henriette a la que tanto amó. Nunca había pedido noticias de ella a nadie, como le prometió. Se comparó con quien él mismo era entonces, se encontraba ahora menos digno de poseerla. Aún sabía amar –pensaba–, pero ya no encontraba dentro de sí la delicadeza de entonces, ni los sentimientos que justifican el extravío de los sentidos, ni la dulzura de sus costumbres, ni cierta probidad. Abandonado por su última amante, se encontraba a sí mismo sin vigor, asustado. El recuerdo de su querida Henriette le devolvió el valor.

En contra de lo que pueda parecer, Casanova no sólo fue un aventurero libertino, sino un buen escritor, que contando su vida levantó todo un monumento a la alegría de vivir; un filósofo con capacidad de turbar tanto nuestro pensamiento como nuestra lujuria. La Historia de mi vida es un auténtico tratado sobre el placer. Aquí tienen algunos ejemplos.
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Cultivar los placeres de mis sentidos fue toda mi vida mi principal tarea; nunca he sentido otra más importante. Sintiéndome nacido para el otro sexo, siempre lo he amado y me he hecho amar por él cuanto he podido.
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La vida es el único tesoro que el hombre posee, y quienes no la aman no son dignos de ella.
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Y del mismo modo que quienes han leído muchos libros sienten gran curiosidad por leer otros nuevos, aunque sean malos, así un hombre que ha amado a muchas mujeres, todas muy hermosas, termina sintiendo curiosidad por las feas cuando las encuentra nuevas.
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Desdichados los que creen que el placer de Venus vale algo si no nace de dos corazones que se aman y en los que reina el más perfecto acuerdo.
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El enamorado que no sabe coger la fortuna por los pelos que lleva en la frente, está perdido.
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El hombre sólo puede ser feliz cuando se reconoce como tal, y sólo puede reconocerse así en la calma. Por lo tanto, sin la calma nunca sería feliz. El placer, para serlo, debe tener término.
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No podemos llamar placer al satisfacer nuestros deseos más animales, como el deseo de coito o el comer. Sólo cuando interviene la razón, que lo prevé, lo busca, lo organiza, razona sobre él después de haberlo gozado y lo recuerda, encontramos verdadero placer. Sólo cuando nuestra inteligencia interviene las satisfacciones se convierten en placer: sensación inexplicable que nos permite saborear eso que llaman felicidad.
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Sin la palabra, el placer del amor, mengua dos tercios por lo menos.
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Es imposible mantener una relación de simple amistad con una mujer que nos parece hermosa... Un platónico que pretendiera que sólo se puede ser amigo de una mujer que agrada, y con la que vive, sería un visionario.
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Si los placeres son pasajeros, también lo son las penas, y, mientras los gozamos, recordamos las que precedieron al goce, y un día acordarse de ellas nos complacerá.
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El amor es un pequeño loco que quiere ser alimentado con risas y juegos; cualquier otro alimento lo consume.
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¡Estos son los placeres de mi vida! Pero ya no puede procurarme otra cosa que el placer de seguir gozándolos con el recuerdo. ¡Y pensar que hay monstruos que predican el arrepentimiento, y filósofos necios que sostienen que los placeres no son más que vanidad!... Ahora que empiezo a chochear, lo veo todo negro. Maldita vejez, digna de vivir en el infierno, donde otros la colocaron.

1 comentario:

  1. A una muchacha de formados senos
    invité a tenderse, sin cojin, sobre la arena del desierto.
    "Así lo haré, aunque no sea mi costumbre" dijo ella
    Y cuando iba adespuntar la aurora me dijo:
    "Me has deshonrado.Ahora vete, si quieres; o sigue, si lo deseas.
    Pero no hice salvo sorber sus encías
    y, entre charlas, besarla en la boca.
    Me llené todo de ella.
    Me envolví en su vestido de seda
    y a mis ojos dije:llorad ahora.
    Entonces se levantó
    para borrar con su manto las huellas
    y buscar las perlas del collar desparramadas.
    UMAR IBN ABI RABI'A ePOCA oMEYA

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