martes, 18 de octubre de 2011

CUNQUEIROMANÍA (6)

Álvaro Cunqueiro amó todas las pequeñas cosas y honestas satisfacciones que proporcionaba la vida: leer un libro, ver un paisaje, viajar, narrar una historia, oír una canción, departir con los amigos... Por ello gustó también de los regalos del gusto y el olfato. Gozó de los vinos y de las viandas con una total inteligencia, con una actitud espiritual, constructiva y creyó que estas pequeñas cosas podían ser muy grandes y satisfactorias si se habían de usar de ellas noblemente, con mesura y deleite.

Tenía una amplia cultura gastronómica, y no sólo teórica. Quienes viajaron con él, como Nestor Luján a quien sigo en esta entrada, nos cuentan que comió reno y gallina de las nieves en Estocolmo, delicados hortelanos en Provenza, sabrosas perdices en su Galicia natal, cercetas en Barcelona, un suntuoso corzo a la austriaca en Madrid.

Degustaba de la comida con callado placer (“el silencio es de absoluta necesidad a la hora del almuerzo y el alma pacificante hace que la memoria olvide iras y agravios” –dejó escrito don Álvaro) y bebía con devota mesura –el sosiego grave y reflexivo de los maestros– los densos y perfumados vinos venatorios. Su memoria era inmensa en este campo, y recordaba en Les Baux de Provenza un vino que sólo había bebido una vez o en Palermo el sabor inédito, casi olvidado para su paladar atlántico, de la genuina langosta mediterránea. En la mesa era el más delicioso de los conversadores y el más inteligente de los paladares. Nuestro escritor fue un gastrónomo delicado, un paladar infalible y, sobremanera, un gran amante de la cocida de caza.

Y con este sentido cristiano y mesurado de las sensaciones físicas, escribió de una forma peculiar y respetuosa sobre gastronomía. A sus dones como gastrónomo, innatos y adquiridos, añadió su maestría de escritor. Escribió en gallego y castellano, y en ambas lenguas trató de manjares y vinos con una imaginación barroca y un conocimiento seguro. Fue maestro de escritores gastronómicos. Dignificó los términos y la literatura del paladar.

Además de infinidad de artículos y referencias gastronómicas en todas sus obras, nos dejó sus libros: La cocina cristiana de Occidente, lleno de erudición y fantasía, con una estupenda memoria inventiva; A cociña galega, que es un ensayo profundo y riguroso sobre la gastronomía del Finisterre; y Teatro Venatorio y coquinario gallego, que publicó con su amigo José María Castroviejo, y cuya edición facsímil puedo hoy disfrutar por obra y regalo de mi hermano. Años después se publicó con el nombre de Viaje por los montes y chimeneas de Galicia. Les recomiendo saborear cualquier de ellos. Son un auténtico placer.

Por si no se animan, aquí les dejo una pequeña loa sobre la cocina tradicional.

Siempre me pareció, señores cazadores, que en el Nuevo Testamento faltaba una epístola de Pablo, Juan o Pedro, o Santiago el Mayor, a los cocineros y cocineras. Y se me puso en el magín suplir yo tal pliego, buscando boca santa en la que fuese muy propio el discurso autorizado... No os voy a fatigar con él, que ya veo venir las fuentes de ostras a la mesa y oigo descorchar el albariño, pero hay un punto que no me resigno a callar, y es el de la santidad de las grandes y famosas recetas. Tiempos vivimos tan insurrectos, que aun aquí acontece haber alteración, trampa y desorden, y se oye a los bárbaros en la frontera de la cocina decir que no hay reglas, o que de gustos nada se escribió, y que para cada boca su dulce

Todo lo borra el tiempo, hasta el amor. Que lo borre, pero no permitáis que los años confundan en la memoria vuestra las canónicas porciones, las felices partecillas de especies que entran al guisado para darse sazón y punto. Mejor es que se pierda la memoria de Babilonia, al fin ciudad impura y perfumada por el pecado, que la lección que ordena quitar el ajo ya frito cuando los menudos del pato entran a la sartén, para el salteo previo, ilustrando el cocinero su fogón con la salsa que llaman entre lucenses la salsa Ramona. Más vale que caiga en olvido toda la ciencia gramatical que aprendemos en el Donato, antes que el cocinero traspapele el capítulo que dispone que el lomo de jabalí ha de ser puesto envuelto en manteca de cerdo en la tartera, y no echado de sopetón en la grasa caliente... Y toda la silogística que se sigue en las escuelas, ¿darías acaso el saber que creó el punto de las grandes salsas? ¿No es la mayonesa, por ventura, un éxito de la humana imaginación, comparable a un poema, a un cuadro, a un concierto para flauta y órgano de los más famosos y estimados? No innovéis, hermanos, en cocina porque corréis el riesgo de mezclar. Mixto y pisto en cocina son pecados mortales. Ateneos a la Patrística, y así como no mezcláis los vinos, respetad la pureza del hallazgo antiguo, y si en vuestro fogón, un dichoso día se produjese el milagro, antes de publicar la nueva receta, provocad proceso de canonización, y que el de más fino y difícil paladar entre vosotros sea el abogado del Diablo. Y vaya y venga siete veces el tomo del caño al coro y del coro al caño sin error, antes de que se pueda decir a los huéspedes: Esta es la flor.

Después de leer esto, no quiero ni imaginar lo que opinaría mi admirado escritor sobre la actual cocina del catalán Ferrán Adriá, y de su laboratorio de innovaciones efímeras, que a todos maravillan y deslumbran. A mí incluido, pues he tenido la suerte de haber visitado su fonda El Bulli dos veces, con Abril y unos amigos, hace ya más de diez años, cuando a la sazón semejante hazaña era posible, pues no era el rey de todos los cocineros del mundo, hoy ya destronado, por cierto.

Por mi parte opino que esto de la mente es como un paracaídas, que si no se abre no sirve para nada. Y en esto de los placeres no hay que tener prejuicio y disfrutar de todos aquellos que la vida nos quiera brindar, sean tradicionales platos de caza, unos huevos fritos con patatas o sofisticadas espumas de colores sorprendentes y aromas sutiles.

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