sábado, 9 de octubre de 2010

BÓSFORO


Robert Burton –sedentario y erudito rector de Oxford del siglo XVII– consagró muchísimo tiempo y estudio a demostrar que el viaje no era una maldición, como se creía en su tiempo, sino un remedio para la melancolía, o sea, para las depresiones que causaba la vida sedentaria. En su libro Anatomía de la melancolía, escribió: “Los mismos cielos giran continuamente, el sol se levanta y se pone, la luna crece, las estrellas y los planetas mantienen sus movimientos constantes, los vientos siguen removiendo el aire, las aguas refluyen, sin duda para conservarse, para enseñarnos que debemos estar permanentemente en movimiento. Para esta dolencia (la melancolía) no hay nada mejor que cambiar de aire, que vagabundear en una u otra dirección, como los nómadas que viven en grupos y que aprovechan la oportunidad de disfrutar de tiempos, lugares, estaciones”.

Y les cuento esto porque, huyendo de calamidades, aburrimientos y de nuestro sedentarismo de biblioteca y mesa camilla, estos días he estado en la ciudad de Estambul, que no conocía. El viaje ha sido un regalo de Abril en este otoño que acaba de comenzar, para celebrar los cincuenta cumpleaños que acabo de dejar atrás. Y doy fe de que el remedio funciona. La belleza de esa ciudad nos ha proporcionado gran alegría, el hotel descanso y lujo, y el viaje recuerdos que alimentarán el alma y los sueños.

Les cuento esto también, porque desde que leí el libro La caída de Constantinopla, de sir Steven Runciman (el libro que a mí me hubiera gustado escribir), yo sabía que cualquier viaje que hiciera a esta ciudad, sería irremediablemente un viaje al pasado.

A mediados del siglo XIX, Estambul era la fiel imagen de la decadencia del Imperio Otomano, que había atemorizado durante siglos al occidente europeo. La pobreza, la podredumbre, la sensación de derrota, el incremento explosivo de la población y las guerras perdidas una por una comenzaron a maltratar y aplastar de manera evidente el centro antiguo de la ciudad, la península histórica, así como los grandes edificios del alto funcionariado occidentalizado. Los más adinerados y los bajás crearon una cultura cerrada al exterior alrededor de los palacetes construidos a orillas del Bósforo, a los que huían para alejarse de la ciudad en verano. Aquellas mansiones, encerradas en sus jardines, no tenían acceso por caminos y, a pesar de los transbordadores de pasajeros y de los muelles, todavía no eran del todo una parte de Estambul. Constituían una cultura cerrada, que alguno de sus descendientes han rememorado con nostalgia, ya en el siglo XX. Allí, con la luna iluminando sus aguas, esos seres privilegiados organizaban fiestas amenizadas por música que sonaba desde alguna barca en el estrecho, vivían su lujo, sus amores y sus hábitos, pero también vivían los odios, los silencios, las debilidades humanas, los juegos de poder. Esa cultura otomana decadente acabó, y los palacios fueron abandonados y sustituidos muchos por casas modernas. Muchos otros se mantienen en pie. Orhan Pamuck en su libro Estambul, cuya lectura recomiendo, evoca la nostalgia de una cultura y un mundo irremediablemente perdidos. Su lectura me ha evocado estas ideas.

Y esto viene a cuento, porque en lugar de alojarnos en la ciudad vieja, a la santa sombra de la Mezquita Azul y Santa Sofía, nos aposentamos en el Bósforo y hemos podido contemplar, no sin nostalgia, los hermosos restos de aquella civilización otomana, creada en torno al estrecho en plena decadencia de la ciudad.

Sepan los que quieran seguir leyendo, que no voy a hablar de una ciudad sobre la que no tengo nada nuevo que decir. Sólo cómo nos encontramos el primer día del viaje. Amanecimos contemplando el mar. La mañana era soleada. Tras el desayuno al borde del estrecho, montamos en un bote en dirección a la ciudad vieja, entre Asia y Europa. Durante la travesía contemplamos maravillados, a un lado y a otro, cuanto había al borde del mar: casas, palacios, pueblos, mezquitas, embarcaderos, jardines, puentes, árboles, pueblecitos, fortalezas y paseos. Detrás, más arriba, estaba el marasmo de la urbe inmensa, con sus rascacielos, bloques y barrios, miles de coches atascados en sus autopistas, y millones de turcos afanados que se movían sin parar: la mundialmente conocida foule de Estambul.

A medida que avanzábamos, aumentaba la escala del palacio de Dolmabace, la torre Gálata, la muralla, Santa Sofía, Topcapi y sus jardines, la Mezquita Azul, el mercado de las especias, Suleimaniye Camii... Después pasamos bajo el puente Gálata y entramos al Cuerno de Oro, desembarcando en un muelle lleno de puestos de pescado. Tras esto, nos sumergimos en una ciudad viva, cutre y sublime, llena de mezquitas, de tranvías, de coches, gente, de puestos callejeros, de anuncios, de olores..., de vida. Yo ya estaba atrapado.

Hemos atravesado y recorrido el Bósforo una docena de veces estos días, en mar o por las carreteras que lo bordean, por los puentes o en barca. También en esos trasbordadores que recogen a la gente en Europa, deshaciendo el camino de la mañana, y los llevan agotados de vuelta a su casa en Asia al atardecer, mientras se escuchan los cantos de los muecines que, desde mil mezquitas, les llaman a la oración.

Como todos, estoy lleno de deseos de felicidad, de diversión y de comprender el mundo que nos rodea. Pero nada puede callar esa voz interior que me previene de que no debo exagerar la belleza de la ciudad, para no ocultarme las carencias de la vida que llevo. Pamuk dice en su libro “si una ciudad nos parece hermosa y mágica, así debe ser nuestra vida”. Ante los restos de las civilizaciones bizantina y otomana, viendo la ciudad vieja y descuidada de hoy, que crece sin parar, me sentía igual que cuando me veo envejecer cada mañana ante el espejo. Ahora este espejo es el Bósforo, cuya corriente profunda y poderosa no me deja apartar la mirada y me recuerda que los años (cincuenta o cinco mil) han pasado. Y definitivamente digo que sí, que mi vida, igual que Estambul, es hermosa, aunque no perfecta; es mágica, como las Mil y una noches, pues la he poblado de historias leídas e imaginadas, con las que me he explicado la realidad y me he divertido; entre los destrozos y ruinas del tiempo pasado, tengo recuerdos allá por donde paso, que me hacen amarla más; pero sobre todo, estamos juntos, como el Bósforo y Estambul, lo que me hace feliz y me ayuda a saber mejor quien soy. Gracias Abril.

3 comentarios:

  1. Hola antipático:
    De todos os lugares exóticos que he llegado a conocer, no todos los que quisiera pues todavía me queda alguno, puedo decirte que Estambul es, de momento, mi gran favorito.

    Me encanta todo lo que dices pero sin duda me quedo con tu apreciación sobre la VIDA que inunda esta ciudad, a rartos subdesarrollada o cutre como tú dices o modernísima si nos fijamos en ese modernísimo puente que facilita el tránsito a los coches que van de una orilla hacia la otra, por ejemplo.
    Esa vida, entiéndase por ella bullicio, ajetro, vociferío, actividad constante, ese ir y venir de camareros que incesantemente llevan tés de un lugar a otro a mi me da mucha envidia porque aquí el ritmo trepidante se resume al tráfico en hora punta, a la bolsa de Madrid y poco más, pero nuestra vida por lo demás es demasiado ordenada y para remate uno va al Corte Inglés y ni por asomo le invitan a un té....
    Yo es que tenía que haber sido turca...

    Un beso grande ;)

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  2. Maravilloso lugar para celebrar un aniversario...Felicidades por el viaje, pero sobretodo por la compañia...

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  3. Estambul la ciudad de los siete velos.
    Es impresionante la cantidad de historia viviente en toda ella.
    No solo historia sino acontecimientos mundiales que se producirán el dìa de mañana.
    En mi caso desde mi lejana ARGENTINA viajamos mi marido y yo con una pareja compuesta por un turco y una griega.De esto hace diez años.
    Convivimos ,fuera de nuestra curiosidad por todo lo que se puede ver en esa ciudad repleta de interés ,con las conversaciones de la familia de esta gente.
    Su lobreguez como cristianos ortodoxos con relaciòn a los cambios en la sociedad otomana y su casi seguridad de que el proceso de musulmaneidad virulente llegue a EUROPA mucho antes de lo que todo el mundo piensa.

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