Aquella tarde su solitario profesor de literatura pronunció unas palabras que le acompañarían toda la vida. Reflexionaba sobre la obra de Luis Cernuda, escritor de la generación del 27 que, según él, había expresado como nadie el sufrimiento de vivir en el abismo que existe entre La realidad y el deseo. Ese era el título que el poeta dio a la recopilación de su poesía.
Todos sentimos que vivimos esa distancia, añadió el profesor, pues somos conscientes de que la realidad y el deseo nunca se encuentran en el mismo momento y lugar, que nunca llegamos a la plenitud, o acaso sólo por unos instantes fugacísimos. En definitiva, esa distancia es la medida de nuestra felicidad: cuanto más corta es, más felices nos sentimos. Los seres humanos no hemos encontrado más que dos vías para conseguir acercar ambos extremos: rebajar nuestros deseos y aspiraciones, para acomodarlos a nuestra vida real; o luchar porque nuestra vida se parezca más a lo que deseamos de ella.
Su profesor estaba ensimismado en sus propios pensamientos. Pronto volvió a la clase de literatura y a la materia, bajó la vista como arrepentido de aquel desliz y continuó el repaso de la obra de otros poetas de esa generación. Sólo una vez, meses atrás, le había visto aquella misma expresión, cuando les animó a empezar a escribir y les habló de los placeres que puede deparar a uno el hábito de la escritura, aunque fuera para uno mismo.
Pasaron los años y aquella joven maduró. Su vida transcurrió más o menos, como la había imaginado. Buscó la felicidad. Luchó más por adaptar sus deseos a las circunstancias que por adaptar las circunstancias a sus deseos. Conoció amigos, tuvo amor, tuvo hijos, trabajo y el dinero suficiente. Sufrió menos que la mayoría de los seres humanos. Se sintió desvalida en ocasiones. Sus esperanzas, sus planes y sus sueños sufrieron las rebajas propias de los años.
Primero había desaparecido la esperanza en una vida futura, en ser para siempre. Ese sentimiento religioso desapareció en la adolescencia. Después habían llegado las renuncias a la realización plena en un trabajo creativo y estimulante, pues encontró trabajos tolerables que cumplían la función alimenticia que le resguardaban de la pobreza. No estaba segura de haber vivido un gran amor-pasión, pero superó la soledad, no con el éxito social, pero sí con el amor de un puñado de buenos amigos y de su familia.
Poco a poco fue descubriendo que los placeres intensos, en apariencia tan inalcanzables, no sólo estaban escalando montañas o triunfando en sociedad, también podían estar en el presente y a nuestro lado, en una taza de té, en la contemplación de un bonito paisaje, leyendo un libro, contemplando un cuadro, en una conversación, tomando el sol o en los brazos de un amante. Sólo se arrepentía vagamente de no haberse preparado adecuadamente para ellos y disfrutarlos mejor.
Un día las cosas se complicaron. Su salud empezó a fallar. Se dio cuenta de que sólo era un cuerpo. El pacto que había hecho con la realidad, con su vida, se resquebrajaba. La lucha por cambiar la realidad no admitía más negociación ni dilaciones. Ya sólo se trataba de vivir o morir, y perder toda una vida que ahora veía embellecida por el recuerdo. Con esa esperanza luchó y superó una, dos, tres crisis... Cuando las superaba sentía que lo único que da orgullo y alegría al espíritu son los esfuerzos superados con bravura y los sufrimientos soportados con paciencia. Cuando mejoraba disfrutaba como nunca. En la lucha también encontró un sentido. Pero su sufrimiento no terminaba y esos pensamientos no siempre parecían tener sentido. Llegaron cuatro, cinco, seis crisis... Tuvo que dejar su trabajo, pero siguió desarrollando las actividades que le permitía su precario estado de salud: hacía algo de gimnasia, viajaba cuanto podía, coleccionó tazas de porcelana, se aficionó a las carreras de coches, se puso a vender joyas, descubrió a sus amigos verdaderos, sintió intensamente el amor de su familia, abrió su mundo a Internet...
Había luchado para cambiar las cosas y había rebajado sus deseos, había hecho, por tanto, cuanto su profesor le dijo que había que hacer para incrementar la felicidad. Pero pasaba el tiempo y la realidad seguía resistiéndose. La esperanza, que era lo único que había admitido rebajas paulatinas, se resquebrajaba. Ya no se trataba de esperar una vida futura, ni siquiera esperar una curación de la enfermedad cruel, sino un poco más de vida sin dolor ni angustia. A pesar de tan modesta aspiración, a veces volvían los dolores y el miedo.
Así fue como, en una de sus recaídas, cundió el pesimismo. Uno de los sentimientos que primero aparece al pesimista es la tristeza. Pero antes de entristecerse hay que asegurarse de que el pesimismo es fiable, porque en muchas ocasiones uno se entristece inútilmente, o adelanta males futuros que no terminan de ocurrir, o presagia consecuencias fatales donde todavía hay vida. Es verdad que esa vida no había sido tan plena ni esplendorosa como la imaginara aquella adolescente, pero todavía había en ella esos deseos que la realidad no pudo suprimir pues forman parte de todos nosotros.
Un día en que estaba convaleciente y desanimada, al despertarse abrió los ojos y notó la presencia de su marido a su lado, en la cama. Entonces comprendió la inmensa desolación del poeta y de su profesor de literatura. Estaban solos y la distancia que les separaba de sus deseos era similar a la travesía de un inmenso desierto. Pensó entonces que muchas otras personas sufrían en soledad y que, en cambio, ella tenía amor y amistad a su lado, que le deparaban los cuidados y la compañía que necesitaba. No le abandonaban, seguían con ella. Recordó mejor los momentos de dicha que había vivido y que añoraba. Los había conseguido gracias a la ayuda de los demás y con su esfuerzo. Eso le había permitido apreciarlos mejor.
Sonrió: la realidad siempre gana, es verdad, esta vida es así. La meta nunca se alcanza. Pero ella seguía arrancándole con sus deseos momentos de felicidad, la vida también es así.
Todos sentimos que vivimos esa distancia, añadió el profesor, pues somos conscientes de que la realidad y el deseo nunca se encuentran en el mismo momento y lugar, que nunca llegamos a la plenitud, o acaso sólo por unos instantes fugacísimos. En definitiva, esa distancia es la medida de nuestra felicidad: cuanto más corta es, más felices nos sentimos. Los seres humanos no hemos encontrado más que dos vías para conseguir acercar ambos extremos: rebajar nuestros deseos y aspiraciones, para acomodarlos a nuestra vida real; o luchar porque nuestra vida se parezca más a lo que deseamos de ella.
Su profesor estaba ensimismado en sus propios pensamientos. Pronto volvió a la clase de literatura y a la materia, bajó la vista como arrepentido de aquel desliz y continuó el repaso de la obra de otros poetas de esa generación. Sólo una vez, meses atrás, le había visto aquella misma expresión, cuando les animó a empezar a escribir y les habló de los placeres que puede deparar a uno el hábito de la escritura, aunque fuera para uno mismo.
Pasaron los años y aquella joven maduró. Su vida transcurrió más o menos, como la había imaginado. Buscó la felicidad. Luchó más por adaptar sus deseos a las circunstancias que por adaptar las circunstancias a sus deseos. Conoció amigos, tuvo amor, tuvo hijos, trabajo y el dinero suficiente. Sufrió menos que la mayoría de los seres humanos. Se sintió desvalida en ocasiones. Sus esperanzas, sus planes y sus sueños sufrieron las rebajas propias de los años.
Primero había desaparecido la esperanza en una vida futura, en ser para siempre. Ese sentimiento religioso desapareció en la adolescencia. Después habían llegado las renuncias a la realización plena en un trabajo creativo y estimulante, pues encontró trabajos tolerables que cumplían la función alimenticia que le resguardaban de la pobreza. No estaba segura de haber vivido un gran amor-pasión, pero superó la soledad, no con el éxito social, pero sí con el amor de un puñado de buenos amigos y de su familia.
Poco a poco fue descubriendo que los placeres intensos, en apariencia tan inalcanzables, no sólo estaban escalando montañas o triunfando en sociedad, también podían estar en el presente y a nuestro lado, en una taza de té, en la contemplación de un bonito paisaje, leyendo un libro, contemplando un cuadro, en una conversación, tomando el sol o en los brazos de un amante. Sólo se arrepentía vagamente de no haberse preparado adecuadamente para ellos y disfrutarlos mejor.
Un día las cosas se complicaron. Su salud empezó a fallar. Se dio cuenta de que sólo era un cuerpo. El pacto que había hecho con la realidad, con su vida, se resquebrajaba. La lucha por cambiar la realidad no admitía más negociación ni dilaciones. Ya sólo se trataba de vivir o morir, y perder toda una vida que ahora veía embellecida por el recuerdo. Con esa esperanza luchó y superó una, dos, tres crisis... Cuando las superaba sentía que lo único que da orgullo y alegría al espíritu son los esfuerzos superados con bravura y los sufrimientos soportados con paciencia. Cuando mejoraba disfrutaba como nunca. En la lucha también encontró un sentido. Pero su sufrimiento no terminaba y esos pensamientos no siempre parecían tener sentido. Llegaron cuatro, cinco, seis crisis... Tuvo que dejar su trabajo, pero siguió desarrollando las actividades que le permitía su precario estado de salud: hacía algo de gimnasia, viajaba cuanto podía, coleccionó tazas de porcelana, se aficionó a las carreras de coches, se puso a vender joyas, descubrió a sus amigos verdaderos, sintió intensamente el amor de su familia, abrió su mundo a Internet...
Había luchado para cambiar las cosas y había rebajado sus deseos, había hecho, por tanto, cuanto su profesor le dijo que había que hacer para incrementar la felicidad. Pero pasaba el tiempo y la realidad seguía resistiéndose. La esperanza, que era lo único que había admitido rebajas paulatinas, se resquebrajaba. Ya no se trataba de esperar una vida futura, ni siquiera esperar una curación de la enfermedad cruel, sino un poco más de vida sin dolor ni angustia. A pesar de tan modesta aspiración, a veces volvían los dolores y el miedo.
Así fue como, en una de sus recaídas, cundió el pesimismo. Uno de los sentimientos que primero aparece al pesimista es la tristeza. Pero antes de entristecerse hay que asegurarse de que el pesimismo es fiable, porque en muchas ocasiones uno se entristece inútilmente, o adelanta males futuros que no terminan de ocurrir, o presagia consecuencias fatales donde todavía hay vida. Es verdad que esa vida no había sido tan plena ni esplendorosa como la imaginara aquella adolescente, pero todavía había en ella esos deseos que la realidad no pudo suprimir pues forman parte de todos nosotros.
Un día en que estaba convaleciente y desanimada, al despertarse abrió los ojos y notó la presencia de su marido a su lado, en la cama. Entonces comprendió la inmensa desolación del poeta y de su profesor de literatura. Estaban solos y la distancia que les separaba de sus deseos era similar a la travesía de un inmenso desierto. Pensó entonces que muchas otras personas sufrían en soledad y que, en cambio, ella tenía amor y amistad a su lado, que le deparaban los cuidados y la compañía que necesitaba. No le abandonaban, seguían con ella. Recordó mejor los momentos de dicha que había vivido y que añoraba. Los había conseguido gracias a la ayuda de los demás y con su esfuerzo. Eso le había permitido apreciarlos mejor.
Sonrió: la realidad siempre gana, es verdad, esta vida es así. La meta nunca se alcanza. Pero ella seguía arrancándole con sus deseos momentos de felicidad, la vida también es así.
"El hombre en busca de sentido" Viktor E. Frankl
ResponderEliminarNo tengo palabras,
ResponderEliminarpero si me permites, te envío un abrazo fuerte,
con todo cariño.
Apenas he visto la imagen sobre el texto, sabía que el tema era ELLA.
ResponderEliminar¡¡¡Bravo, Antipático!!!.
Besos para repartir.
yo quiero un amor como el vuestro y eso es dificil de encontrar. Una cosa es el deseo de tenerlo y otra muy diferente la realidad de la vida.Un besazo muy fuerte.
ResponderEliminarEs muy hermoso comprobar que el amor y la compasión (sentir tu corazón acompaado al ritmo del que sufre existe)
ResponderEliminarHermosa entrada y creo que, el que resiste gana, así que tu amor resistirá por la fuerza que la sostine y ganará esta batalla.
Que Dios los bendiga y les dé fuerzas para seguir.
Hay algunos que luchamos solos y aprendemos día a dia que es nuestro propio valor el único que nos puede levantar.
Bueno, no estoy seguro de que sea siempre cierto eso de que "quien resiste, gana", pero de lo que sí estoy seguro es de que quien se rinde, siempre pierde.
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