Se llamaba Matilde. Tenía dieciocho años y una inteligencia desbordante. En aquella época las mujeres que acudían a la universidad iban en aumento, sobre todo en las facultades de letras. La República parecía estar cambiando muchas cosas. No todos los días aparecía por clase, pero llevaba consigo siempre, entre los cuadernos y libros de texto, algún libro distinto, una novela o un libro de poemas cuyo título y autor, que me gustaba espiar, eran para mí generalmente desconocidos. Leía en cualquier lugar y siempre que tenía ocasión. Parecía como si los momentos que pasaba en clase, charlando con nosotros, caminando por los pasillos de la facultad, o esperando el tranvía, siguiera su mente embebida en su lectura, de la que no se había desprendido, lo que le daba un aire ausente y distraído. Sus escasas respuestas y comentarios siempre eran acerados, fulgurantes, profundos y divertidos.
Casi no pude llegar a conocerla. Yo, a pesar de mi edad, no había salido aún de la adolescencia, y era de una timidez enfermiza. Ella tenía mi edad, pero a mí me parecía mucho mayor y más madura. La admiración que profesaba por aquella chica es lo más parecido que he conocido a un enamoramiento estúpido. Y digo estúpido, porque así era como me sentía cuando ella se me acercaba o cuando me hablaba. Un día, se puso a reír de no sé qué y distraídamente me puso una mano en el pecho. Si ustedes no han sufrido nunca un ataque al corazón no saben de lo que hablo. Creí que me daba algo. Ella debió de notar las palpitaciones violentas que su gesto inconsciente provocó y me miró a los ojos observándome.
A la semana siguiente, el último día del curso, llegó tarde y se dirigió donde yo estaba para sentarse a mi lado. Cuando la clase terminó me dijo que todos los meses se celebraba una reunión social en casa de su madre y que ella aprovechaba para invitar a algunos amigos.
Supe después que su madre era una bibliófila cultísima, y que gracias a su viudez y su fortuna, había disfrutado de una libertad inusual en aquella época. Hablaba idiomas y su casa estaba atestada de libros, muchos de ellos en inglés, italiano y ruso, pero sobre todo en francés y alemán. Conocía a muchas personas del mundo de las letras, que se reunían en su casa para charlar, casi todas más jóvenes que su madre. Allí se leían poemas o se representaban piezas de teatro, pero sobre todo se hablaba, se reía y se comía y bebía en abundancia. Su hija, aprovechando el evento, organizaba por su cuenta una tertulia ajena al mundo de los mayores. Quería que el próximo jueves fuera yo.
Esa tarde me costó llegar a su casa. Hacía calor pues acababa de empezar el verano. Estaba en un barrio apartado del centro, en una de esas colonias de hotelitos de dos plantas que había en las afueras de la Madrid. En el salón de la casa, totalmente forrado de libros y de cuadros por todas partes, me presentaron a los allí presentes. Todos eran literatos, actrices, políticos, deportistas olímpicos o intelectuales conocidos. Eran de todas las edades y no se parecía a las personas que yo había conocido durante mi corta experiencia. Había muchas mujeres solas, también originales y especiales a su manera, sospechosamente extravagantes hubieran dicho mi madre y mis tías.
Después de estar un rato con los mayores, Matilde me sacó de allí y me subió a una habitación donde esperaba a sus amigas. Fueron viniendo una por una, al final eran cinco. En aquella tertulia de mujeres me sentí que estaba fuera de lugar, cosa que, por otra parte, me ocurría a menudo. Al principio se habló de unas cuantas cosas sueltas: el argumento de una obra de Lorca, que acababan de estrenar, los amores desgraciados de una prima de Albacete, de un flirt en el último baile, o las lágrimas del que fue su común profesor de literatura en el bachillerato cuando les leyó el último capítulo de El Quijote. También se habló de que habían ido por primera vez a una corrida de toros y que les había parecido brutal. Aquellas mujeres eran distintas a las demás, fumaban y hablaban sin pudores estúpidos. A aquellas mujeres, sus familias, excepto la de Matilde, les habían destinado una educación “decorativa” destinada a crear una familia y hacer la vida y la casa agradable a algún un hombre de su clase. Todas se habían rebelado contra aquel papel subsidiario y lacerante. Eran las mujeres más libres, más cultas, más seguras y más atractivas que yo había conocido jamás.
Aquella tarde, Matilde pidió a cada una de ellas que, en mi honor, me leyeran cosas suyas. Ellas se pusieron serias, fueron leyendo trozos de sus escritos. Algunos pasajes llegaron a turbarme. Todas tenían vocaciones literarias y, bien en la poesía, bien en la novela o bien en el teatro, esperaban despuntar algún día. Comentaron sin tapujos sus opiniones sobre lo que acababan de escuchar, no siempre favorables. Se habló después de noticias y de viajes, de las nuevas obras que iban descubriendo y de cosas curiosas como los teatros de la memoria o el movimiento perpetuo... Las intervenciones de Matilde eran de lo menos convencional, era la que más cosas originales y sorprendentes nos contaba. Probablemente bebía de la fuente de los amigos de su madre.
Yo permanecí callado durante casi todo el tiempo. No me atreví ni siquiera a decir a aquellas muchachas que yo también quería ser escritor, que pasaba noches enteras de insomnio escribiendo cuartillas sin fin, que luego destruía al amanecer, y lo que me hubiera gustado pertenecer a una tertulia como aquella.
Cuando se hizo de noche nos despedimos de los invitados de su madre, que seguían su fiesta y me fui con las amigas de Matilde a coger el tranvía. Antes de despedirme, ella me pregunto:
- ¿Te has divertido? No has dicho casi nada en toda la tarde.
- Me lo he pasado fenomenal, pero me has dado mucho en qué pensar. El próximo día quiero hablar contigo.
En realidad estaba pensando en desvelarle mi pasión literaria, pedirle ayuda, pues yo era más consciente que nadie que tenía que salir de mí y confrontar lo que sentía y lo que escribía con los demás. Matilde y sus amigas podían ser un primer paso, para mí fundamental.
No me di cuenta de que ya había empezado el verano y de que habían terminado las clases, único lugar donde nos veíamos. Hasta septiembre no volvería a reanudarse la tertulia. Estuve varias semanas rondando por aquel barrio y espiando la casa, sin atreverme a llamar a su puerta. No se habían ido todavía de la ciudad. Un día, era 18 de julio, me decidí ir a su casa y preguntar por ella, necesitaba su compañía. Fue entonces cuando saltó la noticia de que un grupo de generales se habían sublevado contra el gobierno de la República. Todo era alboroto en las calles y en las casas. Olvidé mis afanes, trastornado por el acontecimiento. Después de aquello, ya saben, nada volvió a ser como antes.
Así acabaron mi vida de estudiante, mis afanes literarios y mi amor por Matilde, sin apenas haber nacido. La casa fue ocupada por milicianos en la guerra. Su familia nunca volvió a vivir en ella. Probablemente se exiliaron. Durante todos estos años me he preguntado, en mi trabajo en la imprenta, qué habría sido de las mujeres de aquella tertulia.
Rafael Michelena Ibarra
Recuerdos y olvidos, 1962.
¡qué bonito, por favor¡me ha emocionado...
ResponderEliminaren un momento he pensado que el protagonista esras tú, con tu aire reservado, culto, con la facilidad de escritura, con... tantas cosas.
ResponderEliminarGracias por haberme escuchado el otro día con mi vivo sin vivir en mi...
Gracias por el fragmento y no podías haber elegido mejor cuadro, la vida de su autora también merece un repaso
ResponderEliminarGracias a las dos.
ResponderEliminarPara quien no lo sepa el cuadro se llama "LA TERTULIA", y es de la pintora Angeles Santos Torroella