Jane Burden nació en 1839, en Oxford, Inglaterra. Sus padres eran agricultores pobres y casi analfabetos. Como el trabajo en el campo se escaseaba, emigraron a Oxford. Su padre trabajó como mozo de cuadra y su hermano mayor se convirtió en un bedel a los catorce años. Su hermana mayor murió de tuberculosis. La familia se trasladaba a menudo, de casa en casa, pero nunca lejos del barrio de Holywell Street. La educación de Jane Burden fue extremadamente limitada y ella intentó probablemente entrar a trabajar en el servicio doméstico. Poco se conoce de su infancia, porque en los años posteriores ella rara vez habla de aquellos años.
Pero un día su suerte cambió. Cuando tenía dieciocho años fue con su hermana al teatro y se sentó detrás de los pintores prerrafaelistas Dante Gabriel Rossetti y Edward Burne-Jones. Rossetti siempre estaba buscando una modelo adecuada y en aquella ocasión los dos hombres no dejaron de mirar hacia atrás. El artista londinense estaba en Oxford para decorar con murales el Salón de reuniones de la Oxford Unión. Rossetti le propuso ser su modelo y ella aceptó. Los dos pintores clasificaron a las hermanas como espectaculares.
Mientras posaba se la presentaron a William Morris, quien a la sazón se había encaprichado con la hermandad prerrafaelista y sus ideales, y estaba intentando ser pintor y poeta. En particular él estaba fascinado por el carismático Rossetti. Ella fue modelo para varios miembros de la camarilla prerrafaelista. William se enamoró de Jane.
En 1858 él le pidió casarse y ella accedió. Ese año Jane Burden fue la modelo del cuadro denominado “La Reina Ginebra”, o “La Bella Isolda”, la única pintura al óleo terminada que se conserva de Morris. A su juicio, su belleza sobrepasaba incluso su poder de representación, y él garabateó en el lienzo: “No puedo pintarte pero te amo”. Vasari dijo en una ocasión que Leonardo sintió algo parecido cuando trataba de acabar la cara de Cristo, a lo que renunció, sintiendo que él no podía darle la divinidad celestial que exigía. Sin duda alguien que hubiera amado menos a Jane Burden –o que no hubiera estado prendido de su alma– hubiera estado satisfecho más fácilmente. Morris no volvió a pintar al óleo.
Se casaron en Oxford el 26 de abril de 1859. Con esa unión Morris transgredió las convenciones sociales: ella venía de una familia pobre de pueblo y el de una próspera clase de comerciantes. Parecía que los padres de William no aceptarían la boda: esta chica, de la que algunos se burlaban por su aspecto gitano, no era en absoluto lo que se apreciaba entre las personas de buen gusto, ni mucho menos se consideraba el prototipo de ángel en el que ella iba a convertirse.
Igualmente Morris se oponía a las nociones artísticas de moda en ese momento sobre la belleza, abogando por un arte útil, cooperativo y creativo, no separado de la artesanía, que nos hiciera la vida más feliz, sin despilfarros ni lujos inútiles, pero que se alejara del feísmo de su época dominada por el maquinismo, la fabricación en serie y la tiranía comercial del beneficio. Con el tiempo, se convertiría en un conocido diseñador de telas y papeles pintados, que tendría su propia empresa. Fue un artista decorativo influido Ruskin y por el mundo antiguo y medieval, impresor de libros maravillosos, y también un ideólogo del socialismo. Procedía de una clase pudiente, pero por temperamento y por ideas, se fue acercando cada vez a una vida sencilla, volcada en la felicidad que proporciona el trabajo creativo bien hecho, y pensando en sus trabajadores.

Desde su compromiso, Jane recorrió el camino inverso al de su marido. Fue educada privadamente. Su inteligencia y su esfuerzo le permitieron recrearse a sí misma. Fue una lectora voraz y llegó a aprender francés y más tarde italiano. Llegó a ser una lograda pianista llegando a tener un importante bagaje de música clásica. Sus modales y conversación se refinaron tanto que los contemporáneos la calificaban de regia. A lo largo de su vida, ella no tendría problemas desenvolviéndose en los círculos de la clase alta y parece que fue la modelo en que se inspiró el personaje de Elisa, de la obra “Pigmalión”, de Bernard Shaw. Cuando se casaron William Morris construyó la Red House para ella.
Luego tuvieron otras casas, como Kelmscott Manor, que hoy puede visitarse y donde posteriormente instalaría la famosa Kelmscott Press.
Tuvieron dos hijas, Jenny y Mary “May”, que permaneció al lado de su padre hasta su muerte en 1896. William y Jane tuvieron un tipo de vida artística y bohemia. No sabemos a ciencia cierta cuáles fueron los sentimientos de Jane por Rossetti en el momento de su matrimonio o antes, pero lo más probable es que fueran amantes, antes y después de casarse. No fue este su único amante, pues también se lió con Wilfrid Scawen Blunt, un poeta y político que se movía en su círculo.
Las peculiares facciones de Jane Burden, que tantas veces fue retratada, eran reconocibles instantáneamente: pelo oscuro y abundante, cuello largo, grandes ojos, labios bien formados, nariz recta y fina. En todas las pinturas en que aparece, tanto en las de Rossetti, como las de Morris o de Burne-Jones, el contexto narrativo siempre queda subordinado al retrato de su belleza.
Las pinturas de los últimos años de Rossetti, cuando Jane y William ya se habían separado, fueron expresiones palpables del amor obsesivo del artista hacia ella. En los tiempos actuales, ella hubiera sido famosa, como la última súper modelo. En su tiempo no apareció en las revistas de moda, pero sí en las vidrieras de colores en las que fue representada. Considerada muy tosca en su juventud, a través de las muchas pinturas que Rossetti y los demás pintores prerrafaelistas le hicieron, Jane llegó a ser considerada como un icono de la belleza.
Cuando nosotros pensamos en el concepto que ese movimiento artístico tenía de la belleza femenina, es en Jane Burden Morris en quien pensamos. Llegó a ser comparada con un nuevo prototipo de ángel. Sin embargo, yo no dejo de pensar en el secreto oculto de su mirada triste, que no abandona en ninguno de sus retratos, y que le acompañó hasta su muerte en 1914. Jane probablemente fue la musa, la modelo y el ángel de aquel movimiento artístico, prototipo de la belleza en la Inglaterra victoriana, pero quizá, pienso yo, no fuese feliz.
Mientras posaba se la presentaron a William Morris, quien a la sazón se había encaprichado con la hermandad prerrafaelista y sus ideales, y estaba intentando ser pintor y poeta. En particular él estaba fascinado por el carismático Rossetti. Ella fue modelo para varios miembros de la camarilla prerrafaelista. William se enamoró de Jane.
En 1858 él le pidió casarse y ella accedió. Ese año Jane Burden fue la modelo del cuadro denominado “La Reina Ginebra”, o “La Bella Isolda”, la única pintura al óleo terminada que se conserva de Morris. A su juicio, su belleza sobrepasaba incluso su poder de representación, y él garabateó en el lienzo: “No puedo pintarte pero te amo”. Vasari dijo en una ocasión que Leonardo sintió algo parecido cuando trataba de acabar la cara de Cristo, a lo que renunció, sintiendo que él no podía darle la divinidad celestial que exigía. Sin duda alguien que hubiera amado menos a Jane Burden –o que no hubiera estado prendido de su alma– hubiera estado satisfecho más fácilmente. Morris no volvió a pintar al óleo.
Se casaron en Oxford el 26 de abril de 1859. Con esa unión Morris transgredió las convenciones sociales: ella venía de una familia pobre de pueblo y el de una próspera clase de comerciantes. Parecía que los padres de William no aceptarían la boda: esta chica, de la que algunos se burlaban por su aspecto gitano, no era en absoluto lo que se apreciaba entre las personas de buen gusto, ni mucho menos se consideraba el prototipo de ángel en el que ella iba a convertirse.
Igualmente Morris se oponía a las nociones artísticas de moda en ese momento sobre la belleza, abogando por un arte útil, cooperativo y creativo, no separado de la artesanía, que nos hiciera la vida más feliz, sin despilfarros ni lujos inútiles, pero que se alejara del feísmo de su época dominada por el maquinismo, la fabricación en serie y la tiranía comercial del beneficio. Con el tiempo, se convertiría en un conocido diseñador de telas y papeles pintados, que tendría su propia empresa. Fue un artista decorativo influido Ruskin y por el mundo antiguo y medieval, impresor de libros maravillosos, y también un ideólogo del socialismo. Procedía de una clase pudiente, pero por temperamento y por ideas, se fue acercando cada vez a una vida sencilla, volcada en la felicidad que proporciona el trabajo creativo bien hecho, y pensando en sus trabajadores.
Desde su compromiso, Jane recorrió el camino inverso al de su marido. Fue educada privadamente. Su inteligencia y su esfuerzo le permitieron recrearse a sí misma. Fue una lectora voraz y llegó a aprender francés y más tarde italiano. Llegó a ser una lograda pianista llegando a tener un importante bagaje de música clásica. Sus modales y conversación se refinaron tanto que los contemporáneos la calificaban de regia. A lo largo de su vida, ella no tendría problemas desenvolviéndose en los círculos de la clase alta y parece que fue la modelo en que se inspiró el personaje de Elisa, de la obra “Pigmalión”, de Bernard Shaw. Cuando se casaron William Morris construyó la Red House para ella.
Luego tuvieron otras casas, como Kelmscott Manor, que hoy puede visitarse y donde posteriormente instalaría la famosa Kelmscott Press.
Tuvieron dos hijas, Jenny y Mary “May”, que permaneció al lado de su padre hasta su muerte en 1896. William y Jane tuvieron un tipo de vida artística y bohemia. No sabemos a ciencia cierta cuáles fueron los sentimientos de Jane por Rossetti en el momento de su matrimonio o antes, pero lo más probable es que fueran amantes, antes y después de casarse. No fue este su único amante, pues también se lió con Wilfrid Scawen Blunt, un poeta y político que se movía en su círculo.
Las peculiares facciones de Jane Burden, que tantas veces fue retratada, eran reconocibles instantáneamente: pelo oscuro y abundante, cuello largo, grandes ojos, labios bien formados, nariz recta y fina. En todas las pinturas en que aparece, tanto en las de Rossetti, como las de Morris o de Burne-Jones, el contexto narrativo siempre queda subordinado al retrato de su belleza.
Las pinturas de los últimos años de Rossetti, cuando Jane y William ya se habían separado, fueron expresiones palpables del amor obsesivo del artista hacia ella. En los tiempos actuales, ella hubiera sido famosa, como la última súper modelo. En su tiempo no apareció en las revistas de moda, pero sí en las vidrieras de colores en las que fue representada. Considerada muy tosca en su juventud, a través de las muchas pinturas que Rossetti y los demás pintores prerrafaelistas le hicieron, Jane llegó a ser considerada como un icono de la belleza.
Cuando nosotros pensamos en el concepto que ese movimiento artístico tenía de la belleza femenina, es en Jane Burden Morris en quien pensamos. Llegó a ser comparada con un nuevo prototipo de ángel. Sin embargo, yo no dejo de pensar en el secreto oculto de su mirada triste, que no abandona en ninguno de sus retratos, y que le acompañó hasta su muerte en 1914. Jane probablemente fue la musa, la modelo y el ángel de aquel movimiento artístico, prototipo de la belleza en la Inglaterra victoriana, pero quizá, pienso yo, no fuese feliz.
Leo en la prensa que el artista norteamericano Spencer Tunick acaba de fotografiar, una vez más, a miles de ciudadanos desnudos, esta vez frente al teatro de la ópera de Melbourne.
Tunick comenzó en el año 1992 fotografiando personas desnudas por las calles de Nueva York. Sus fotos rápidamente se hicieron populares y decidió ampliar su trabajo por otros estados de Norteamérica, en su proyecto denominado Naked States (Estados desnudos).
A partir de aquí, Spencer Tunick realizó Naked pavement (Pavimento desnudo), partiendo de las mismas reflexiones acerca de la relación entre el cuerpo desnudo y el espacio público en un contexto urbano.
En ellas capta las imágenes de personas sin ropa, de pie o tumbadas, en la calle, en el campo, en glaciares y edificios, en museos, en teatros, al pie de las estatuas, en estadios de fútbol, en barcas, sobre los puentes, en las aguas, bajo los árboles, en bicicleta, etc... Si se ha hecho mundialmente famoso ha sido por su capacidad de convocar a miles de personas dispuestas a desnudarse frente a su cámara y ante sus ciudadanos.
Por su parte el espectador recibe un mensaje altamente atrayente con tintes de anormalidad, el paisaje ya no es el mismo, Tunick lo ha modificado radicalmente. Se observa un espacio cotidiano trasformado por una actitud colectiva, tan simple pero a la vez tan simbólica, como es desnudarse. Traspasando por unos minutos leyes y normas, conquistando una libertad que se esfumará al finalizar la instalación de Tunick. De este instante permanece el recuerdo a través de la imagen (fotografía y video), tanto para los participantes, que son voluntarios, como para los miles de curiosos y seguidores de la obra del artista estadounidense.
Ha batido todos los records fotografiando desnudos a miles de belgas, ingleses, franceses, australianos, canadienses, chilenos, mejicanos, venezolanos, suizos, o españoles y qué se yo cuántos más.
Históricamente los artistas han intentado, en innumerables obras de arte, plasmar la belleza de la figura del cuerpo humano desnudo utilizando excusas del más variado pelaje, porque el desnudo no era una cosa aceptable en las sociedades en que vivían. Para representar la imagen de un desnudo antaño se recurría a unas cuantas excusas tradicionalmente aceptadas para, bien en el contexto del arte religioso, como expulsión de Adán y Eva del Paraíso o el martirio de San Sebastián, bien dentro del arte profano, sobre todo escenas mitológicas o históricas.
Los desnudos colectivos no han sido tan frecuentes en la historia del arte, pero haberlos los hay. Se han reservado sobre todo para representar a las almas que, penan en el infierno o el purgatorio, o que se enfrentan desnudas al juicio final., aunque también ha habido otras exposiciones más festivas del desnudo colectivo.

Las figuras de Tunick no buscan en historias del pasado o imaginarias ninguna excusa para salir desnudas, salen a la calle, en masa, exhibiendo su cuerpo, para decir: “aquí estamos liberados y fijaos bien en esto o en aquello”. De sus imágenes afloran una serie de tensiones entre los conceptos de lo público y lo privado, lo permitido y lo prohibido, lo individual y lo colectivo.
Mucho más difícil es saber los motivos de sus modelos, que supongo que serán muy variados. Miles de desnudos particulares que conforman una masa inmensa de cuerpos, creando un clima liberador y catártico para los participantes, que posan desnudos entre miles de iguales, despojados de todas las protecciones y escudos de la vestimenta.
Personalmente prefiero las fotografías de Tunick que me recuerdan más El jardín de las delicias de el Bosco. 
O instalaciones extrañas que guardan un cierto paralelismo con La fuente de la vida. 
Decididamente prefiero los lugares imaginados por los artistas de antaño en los que los hombres viven dichosos y desnudos, disfrutando de los placeres de la naturaleza, o bañándose en las aguas de la eterna juventud. Por eso yo personalmente valoraría más las fotografías que reflejaran la alegría y el gozoso esplendor de los cuerpos desnudos, y no sólo la protesta circunspecta y concienciada unos seres serios, en serie retratados. Estas fotos fueron en su día una novedad, pero como decía el otro día Martín Scorsese en una entrevista: “No paramos de descubrir cosas nuevas y la mayoría de ellas son viejas”.








Cuando se trasladó a la calle Villanueva 38, huérfano de su interior madrileño, al principio tentaron al escritor las paredes blancas. Pero terminaría llenándolas. Como resarciéndose de la pérdida del Torreón inauguró la decoración de estampas, que recubrirían las paredes como una enredadera. Al respecto diría que “el escritor es como un presidiario que no sale de su celda y que por eso decora, igual que el confinado en la cárcel la llena de inscripciones y grafitos”. Se convirtió en uno de los mejores collagistas españoles, y pegaba estampas y fotografías en paneles, biombos, techos y paredes que lo recubrirían todo, plagando la habitación y saturando la mirada y el espacio. Pegaba imágenes de los siglos más diversos, la mayoría en blanco y negro pero también algunas en color. “Tijereteo sólo lo extraordinario y lo mismo me da desmochar un libro caro que una revista de colección”. 













