miércoles, 15 de septiembre de 2010

RIIIING (CONT.)

Cuando llegó a su casa después de la persecución estaba agotada. Se quitó la ropa y se tendió sobre la cama. Sus absurdos intentos de lectura resultaron imposibles. Encendió la televisión pero pronto la apagó. La angustia sobre lo que acaba de vivir la había agotada. Al poco se quedó dormida.

Se despertó en mitad de la noche. Estaba abotargada, como sumida en una especie de resaca de tantos amantes y muertes como había habido en el último año. No sabía lo que le había pasado ni tampoco lo que le sucedería. No le quedaba dinero para muchos días. A final de mes no podría pagar el alquiler. Hay momentos en la vida –pensó–, que uno tiene que dejar atrás el pasado y definir nuevos objetivos, tener nuevos planes o proyectos. Estaba confusa. No tenía amigas a las que acudir. No podía acudir a su familia, de la que hacía años que nada sabía.

Su vida había sido la de una especie de científico, en el que sus experimentos sin objetivo definido se contaban por fracasos y ya eran muchos. Pero reconocía que en cada error había hecho nuevos descubrimientos. Ya sabía que no era para ella la vida familiar y campestre, de la que había huido siendo pequeña, y el hastío de aguantar hijos o un marido; tampoco encajó en los muchos oficios que tuvo cuando marchó a la ciudad, que la agotaron sin reportarle ninguna satisfacción; amó con desesperación y resultó engañada; estudiar e intentar cultivarse le resultó aburrido; entonces se saturó de placeres y excesos con desconocidos, y todos estaban apareciendo muertos en extrañas circunstancias.

En realidad estaba aterrada. Aquella noche llegó a pensar que se estaba volviendo loca y que era ella misma la que destruía todo cuanto emprendía, pero debido a su enfermedad no podía recordar, lo que había pasado, encontrándose con sus juguetes rotos y sin explicación. Pero no, aquello no eran juguetes, era su propia vida totalmente deshecha. También pensó que no era su enfermedad, sino alguien que quería vengarse de ella y que la perseguía allá donde fuera.

Al final, consiguió tomar la decisión, por otra parte inevitable, de marcharse de la ciudad. Tenía que huir de no sabía qué o quién que parecía perseguirla para destruir todo aquello que tocaba. Buscaría un trabajo, se encomendaría a su psiquiatra, intentaría ser sociable y hacer amigos, pero sin enrollarse con ellos. Necesitaba tranquilidad, sentir que era una buena persona, que alguien se diera cuenta de ello y la quisiera.

Estaba amaneciendo, y había terminado de hacer la maleta. Cuando miró alrededor se dio cuenta de que apenas tenía ningún objeto personal en aquel apartamento, su enésima vivienda en pocos meses. Contempló la pecera y pensó:
- Lo siento por los peces, pero no me los puedo llevar. Supongo que la portera se hará cargo de ellos.

De pronto, oyó unos pasos en el descansillo de su escalera. Alguien se aproximaba a su puerta. Su piel se erizó, como electrizada por el miedo. Sonó el timbre. ¡RIIIING!

Patrice Perrault
Mi marido no remata

1 comentario:

  1. ....tu relato ha conseguido atarparme....me compraré el libro...me apetece mucho leerlo.............. Un abrazo Berta

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